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domingo, 6 de noviembre de 2011

Veo, veo, veo y me sorprendo.

Veo la casa, distingo el tejado entre los árboles y la niebla que caracteriza un matutino día de otoño. Desde donde estoy sentado tengo muy buenas vistas, no me puedo quejar. El árbol que sirve de apoyo a mi delicada espalda, hace en parte su papel de paraguas y aunque mi chubasquero rojo y azul y mi cara estén empapados, pienso seguir aquí sentado un rato más e incluso me atrevo a plasmar en un cuaderno las impresiones que me trae éste olor a tierra mojada.
Este año no abundan los hongos y si abundan, yo no los he visto. Hace unos años el relieve del paisaje era completamente diferente a como lo veo ahora. Los cazadores,  con el fin de abatir palomas, han construido encima de los arboles unas especies de cabañas  y en los días festivos, el bosque parece un campo de batalla donde las sombras mimetizadas y el ruido de disparos son la tónica que tiñe de rojo sangre a una hermosa paz,  menguada ésta por Chasse y paralelas con aliento de puros y anís.
Las hojas del cuadernillo están empapadas, después de recoger en él insignificantes impresiones lo guardo junto con el lapicero en la mochila. Asciendo la ladera entre un suelo viciado de perennes hojas y helechos. Mi intención, descubrir un mar imposible tras éstos.
 Tras más de una hora caminando, fatigado y cansado clavo mis rodillas en el suelo, siento latir apresurado a mi corazón y la respiración estimulada por un apremie de noble aire puro.
Las Pinguiculas lusitánicas que acabo de ver me evidencian la presencia no muy lejana de ese mar imposible con el que tanto fantaseé. Aparto los helechos y como si de una historia de Julio Verne se tratara, ahí estaba mi sueño, nuestro mar, vuestro océano.
Olores salados me constatan que ésta vez soy participe de la violenta calma que deslinda posesiones entre la infinidad de agua y la tierra. La naturaleza es así, siempre lo fue, no entiendo por qué sigue sorprendiéndome…

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