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domingo, 29 de julio de 2012

Aviones De Papel.


“La gente no debiera dejar espejos colgados en sus habitaciones,
 tal como no debe dejar talonarios de cheques
 o cartas abiertas confesando un horrendo crimen.
En aquella tarde de verano,
una no podía dejar de mirar el alargado espejo que colgaba allí,
fuera, en el vestíbulo.”
(Virginia Woolf. (1882-1941). La dama en el espejo: un reflejo.)


Las playas carecen de ventanas. Ingiriendo del cáliz que augura acoger en él una refinada mudez de autismo, el mismo que aquel caluroso verano en un camino de costero asfalto y muerte se concibió.
Sospechar porqué las ventanas de las ambulancias son todas opacas ya formaba parte del laberinto de edificios que interponían ante el sol una hueca ciudad sin sentido, razón por la cual, tras el vuelo del cuervo, la manga de su viento barrió con un cúter bienvenidas de esas que disimulan su intimidad en las paradas del autobús.

Ocho de la tarde, la otra ventana. Sentada en una de las butacas junto a la bolsa que colgaba del alto del pie porta-sueros, su rostro era anémico, demacrado.  Tras el ventanal del edificio sin color donde ahora se encontraba  –recuperándose- decían, de sus “colisiones” internas, sus eximidos ojos debilitados observaban bajo la sombra de sus ojeras un parque sin niños, un paso de cebra que nadie cruzaba o unas aceras repletas de carencias.
Aquellos repartidos trozos de carne en vida que aún pululaban por la calle fueron desapareciendo dando paso inadvertidamente a una ligera, cálida y salada brisa que tras el ventanal del blanco marco, vulneraba a los diablos de aquella envilecida habitación en la que una cama soportaba, como tantas otras, el peso más de un trozo de carne; un despojo humano sedado que vomitaba  una y otra vez el amargo sabor de aquella desconocida medicina que atontaba a su realidad.

La Fase REM o sueño paradójico.  Dispuesta por enésima vez a quebrar aquella jodida tormenta de verano, recorrió de nuevo la senda, jugándosela inútilmente, para ver fundirse las inalcanzables agujas del reloj convirtiéndose éstas en orugas que huían pavorosas de su depredador; un vendedor de sueños que ahora toca el violín en cualquier playa con la mera intención de sonsacar de manera ilegal  la preciada y escasa imaginación que todavía se resistía en salir de las pocas cabezas engullidas, sin piedad éstas, por la análoga metamorfosis que escupió Kafka.

Atonía inducida, Fase  3 del NMOR. Por más que lo intentara, el letargo que entraba por vía intravenosa en su brazo no le permitió descubrir el rostro de la que con bata verde colocó cortésmente un abusado libro de Virginia Woolf sobre aquella blanca mesita, de lo contrario y aun así, le debería a ella -por el perfume-  el final feliz de éste relato. La elegancia de aquel detalle era como calco del reflejo de sentidos que desprendía cada una de sus hojas alejando la tormenta con un inmenso arco iris. Los colores y el aroma de sus letras eran capaces de vencer al maldito hedor hospitalario y a su jodido crepúsculo de muerte, llanto y ansiedad.

La lectura siempre es un acopio de libertad.  La pesadilla parecía estar acabando pero las letras del libro a su vez anunciaban su final, un acceso imprudente al índice.
Ahí estaba ella, nuevamente colocada por aquella desconocida droga hospitalaria, con estalactitas de baba en sus labios, apoyada a duras penas en el alféizar de una de las ventanas de su suite hospitalaria y sujetando con una de sus manos el agotado libro de Virginia Woolf.
Reiteradamente miraba por la ventana sin descubrir nada nuevo, la claridad de ese día fue un fotograma convertido en fósil para el resto de los mortales.
Como iba diciendo, las hojas del libro recurrían a sus últimos acopios y ahora en forma de aviónes, como le hubiera gustado a la autora de aquellas letras, una tras otra, profanan rasgando con piruetas de vivos colores a un añejo y cansado cielo falsamente pintado de azul.

Nueve de la mañana. Los aviones de papel son tan bonitos que ver tantos volando a la vez resulta extremadamente carismático. Son como fueron aquellos que ahora son trozos de carne en vida, aviones de papel que se deslizan acariciando la existencia, unos lo hacen bruscamente y otros no tanto, algunos son más delicados, pero la cuestión es que todos van para abajo, meciéndose sin frenos pero concibiendo la esencia y la forma como el último aliento del amor sincero, la Libertad.
Ella pensó lo mismo y algo más, desde la ventana se sintió con tal capacidad de no entrar más y más nuevamente en aquella maldita pesadilla que, convencida de ser parte de aquel libro y cuando la maldita espiral alcanzaba su máxima velocidad, decidió formar parte de la última hoja del libro…
Escribiendo en ella su último poema, sintiéndose un avión mientras se precipitaba libre al vacío.

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