“Hay
un número cada vez mayor de hombres formados para actuar en secreto, instruidos
y adiestrados solo para este fin. Se trata de unidades especiales de hombres
provistos de archivos reservados, es decir, de observaciones y análisis
secretos. Otros disponen de diversas técnicas de explotación y manipulación de
esos asuntos secretos”
(Guy
Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo)
Até mi bicicleta a una de las farolas cercanas a la
biblioteca, para mi sorpresa cuando entré, la bibliotecaria me pareció nueva,
creí que nunca la había visto antes, su edad rondaría los cuarenta y pocos
años. Me saludó e impresionó cuando insinuó que mi cara le resultaba conocida. Era
la señal, pensé. Mientras mi rostro se tornaba de pardillo devolviéndole una tímida
sonrisa, traté de hurgar en el fondo de mi memoria para rebuscar,
fructíferamente, una analogía con su rostro.
-¿La hija de Saturnino Gravois?- Pregunté modestamente. El
protocolo para entrar al subsuelo así lo requería. Hacía más de veinte años que
no sabía nada de ella y junto con más personajes con quienes me había cruzado a
lo largo de mi vida formaba parte en un rincón, de la colección de mis olvidos.
-Veo que te acuerdas de mí- Insinuó con frívola sonrisa
tratando de deslizar sutilmente su voz para no estropear el silencio que allí
se respiraba. Entonces supuse que realmente se trataba de Julia.
Estos descuidos dudo que sean estelas de la amnesia pero había
olvidado la libreta pequeña —la que
siempre me acompaña en mis incursiones hacia el subsuelo— atada bajo el
sillín de la bici y desde la gran sala diáfana y rodeado de libros oía el ruido
del agua caer con fuerza sobre el tejado, las gotas golpeaban con inusitada
violencia el cristal del gran ventanal por el que veía la bicicleta solitaria
candada a una farola y mi querida libreta pasada por agua. Pero en esos
momentos me daba igual.
-A tomar por el culo la libreta- Pensé.
Mi cerebro revelaba cientos de fotogramas recordando
momentos en los que aparecía treinta años atrás jugando con Julia, la hija de
Saturnino Gravois uno de los médicos más zumbados que haya conocido la faz de
la tierra y un entomofóbico incurable.
-Te estaba esperando, acompáñame mi padre te recibirá en un momento-
Asintió Julia con firmeza mientras, con su mano, señalaba al fondo de la sala una pequeña mesa cuadrada
con varias sillas dispuestas alrededor, ella me invitó a sentar en una de ellas
mientras yo trataba de asimilar la situación.
Diferentes tipo de pastas y dos tipos de teteras desprendiendo
diferentes aromas embriagadores permanecían en la mesa y Julia ofreciendo comer
de ellas me daba a elegir un tipo de infusión—imagino que serían diversos tés—.
-Has elegido un buen té, de hecho lo encontró mi padre en uno de sus
viajes, deseo que sea de tu agrado-
Tanto las pastas como el té que había tomado me supieron
excelentes y así se lo hice saber a Julia, quizás hasta me había dejado un
aroma demasiado selecto para mi paladar proletario. Por otro lado su
disciplinada forma de hablar y de tratarme hacía del hielo un iceberg. Cuando
le pregunté si habíamos pasado ya la puerta secreta, ella asintió firmemente con
la cabeza.
Caminamos rápido y sin hablar por un largo y tenue pasillo y
cuanto más nos adentrábamos en él más asumía que el moderno complejo
bibliotecario había quedado muy lejos de aquello y más pronunciado y
característico me resultaba un olor típico que no recordaba el cual mezclado
con el sabor aromático de mi paladar, me proporcionaban una incómoda sensación
de ansiedad y a la vez de aprensión. Me estaba trastornando. Una puerta lateral
se abrió a nuestro paso y tras cruzarla llegamos a una gran sala luminosa y
limpia en la que unos focos desprendían una luz intensa como tratando de encubrir
la evidente falta de ventanas.
-D…disculpa Julia, e…estoooo, ¿dónde estamos?- Balbuceé
torpemente, tratando infructuosamente de mostrarme tranquilo y sosegado
ocultando el estado de suspicacia en el que me encontraba.
-Has venido a la biblioteca, ¿No lo recuerdas?- Indicó ella con
voz firme y segura, en un tono que atado a la forzada sonrisa expresada por su
rostro hizo de la desconfianza la reina de mi sesera.
Mierda, algo no encajaba. Julia tras más de treinta años sin
saber nada de ella, estaba allí en una extraña biblioteca de la que yo ni
siquiera recordaba su distribución y cuyo silencio se acrecía por la puta
ausencia de gente, mientras me percataba que mi amnesia, al contrario de lo que
yo afirmaba no estaba cicatrizada del todo y volvía para jugarme malas pasadas.
Me sentí como estar viviendo ese momento dentro de un puto cuadro de Van Gogh,
desconocía todo. Las paredes me absorbían y los ángulos de aquella diáfana
habitación parecían curvados, arqueados. ¿De verdad llevaba tres décadas sin
saber de Julia? ¿Eran bagazos de mi memoria? Me sentí nuevamente desorientado,
perdido. Y ese puto olor.
-¿Julia?- Rompí sutilmente el silencio sin que nadie
contestara. Estaba completamente sólo, en un lapsus de tiempo todo había
cambiado alrededor, el característico olor aséptico producía en mí la
percepción de que aquello se asimilaba más a una sala de hospital que a una
biblioteca, en el techo unas luces emitían una extremada luminiscencia en
cambio otras se encendían y apagaban de una manera desacorde. No sabía si
aquello era el subsuelo o una mala pasada de mi jodido cerebro. Pero Julia sin saber
cómo, se había esfumado y la sensación aromática de mi paladar me empezaba a
resultar molestamente pesada.
-Ju…Julia,,, ¿Julia?, ¿Juliaaa?!! -
Insistí con un tono de voz cada vez más elevado pero no hubo respuesta alguna. Yo
era en aquellos momentos una ciruela pasa. Sí, una jodida ciruela pasa.
Mordía en
silencio mi ansiedad, la impotencia que produce la amnesia cuando necesitas
conocer, recordar, despertar de ese letargo, salir del puto cuadro de Van Gogh.
Porque ese sentido común me indicaba que algo no iba como debía de ir. ¿Estaba
solo?
Mirando alrededor observé que la puerta por la que habíamos
entrado ya no estaba o no era visible para mí y que de un hueco situado en una
de las paredes entraban destellos de color sepia, no estaba decidido a mirar lo
que había tras él o de dónde provenían pero después de unos minutos de
incertidumbre creí que la mejor manera de paliar la angustia que me estaba
produciendo aquella situación era mirar y tratar de cambiar el plano de
incertidumbre que me rodeaba. A lo mejor estaba ahí esperándome alguien, Julia
o quizás Saturnino Gravois.
Apoyé mis dos manos en la parte baja de lo que parecía una
ventana, asomé la cabeza girando los ojos a ambos lados para tratar de
vislumbrar algo en aquellas luces sepia.
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