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lunes, 24 de marzo de 2014

Despedida A La Chica De Los Ojos Manzana Reineta.


  
“Ver lo invisible, oír lo inaudible.”
(Arthur Rimbaud. 1854-1891)


  Dulce chica, verde y amarilla,
tan obscena como virtuosa
ante tres espejos su rostro,
en su muñeca un reloj
y en sus labios mil promesas,
cantó en la octava partitura del ascensor,
cuando el tiempo se detuvo
eclipsada tras el rastro de Youth Group.
“Algunos son como el agua, y otros como calor
algunos como una melodía, y otros como el ruido.
Tarde o temprano todos se irán
¿Por qué no permanecen jóvenes?”
Sin cesar lo tarareó a la tormenta
pero yo la susurré al oído;
 —Siempre joven, las sombras mueren con estilo—
Y para no perder más el tiempo
desnudos nos unió el escalofrío
y de su intimidad abrió las tres puertas;
a la roja amabilidad del corazón
a la desesperación
y la de la ternura, por si las moscas.
Lo menos ordinario de ella
fue sentir mis latidos a trescientos
cuando por telepatía apareció.
Y aunque
en sus zapatillas siempre llevó barro
                                               (del que nace cuando lloran los cántaros)
y en su cabeza un gran matojo de estrellas
                                               (de esas que a la locura embelesan),
rejuveneció vertiginosamente junto a mí
y con los treinta inviernos del año,
en todas y cada una de las trescientas sesenta y cinco lluvias
que bañan los cerezos de veinticuatro horas
se confundieron las caídas improvisadas del otoño.
—Nadie estamos hechos de una sola pieza—
dijo, cambió de canción
                                                   …y esa fue su colosal cortesía
                                                                   cuando tras sábanas y corridas
                                                                               tocó la despedida.
Y son en las estaciones, esos agorafóbicos cubiles,
donde se regresa o se parte;
vertiendo nostalgia, descuartizando corazones.






martes, 11 de marzo de 2014

Panadería-Bollería DIÓGENES.



“Y pasó tanto tiempo
que llegué a ver sombras en color.
Y pasó tanta gente por delante
que nadie me vio.”
(Antonio V. Esperando nada.)





Acumulaban tiempo,
recogiendo relojes.
Amontonaban corazones rotos,
coleccionaron pegamentos.
Acapararon millones de colores,
almacenando garabatos.
Reunieron sentimientos
y donde hacinaron aprecios,
—acopiando coincidencias—
… colocaron casualidades
 
— ¿Coincidencias?, ¡qué casualidad!, ¿tienes dulces?—
         —Sí, claro—
— ¿Me pones dos de esos de merengue?... es que hoy necesito Amor—
         También los tengo bajos en azúcar—
No, gracias. Prefiero morir.

lunes, 3 de marzo de 2014

El Día Que Crucé El Umbral De No Retorno.



Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños.
De examinar con atención la vida real,
de confrontar nuestra observación con nuestros sueños,
y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía.
(Vladimir I. Lenin)



          

    …y como si una voluntad recóndita empujara mis piernas, subí las escaleras. Aquellas que, como el tiempo y sus años, me hicieron envejecer y morir un poco más.
Todavía hoy no entiendo por qué volví a situarme frente al portalón. En aquel momento —ante el umbral— mis manos violentaron nuevamente, con cierta carga de nerviosismo, los bolsillos de mi pantalón, rebuscaban entre ellos la solución, ¿un recurso? o quizás el billete para escapar del escenario en el que, por momentos, me estancaba como el puto actor principal de la película más misógina y angustiosa. Mi abrigo no se quedaba atrás y era también saqueado por mis manos inquietas y ante el desacertado examen, mi ansiedad se convertía en soplos de aire que salían de mi boca llevándose por delante mis labios caídos, flojos y lacios, dejando entreoír un leve silbido entre la comisura de éstos.
Inducido por aquella jodida situación, pensé en lo “no posible”; robar al tiempo sólo unos minutos, volver atrás en el espacio tiempo. Sí, mi subconsciente lo pedía a gritos; —sólo unos minutos, joder—.
Podía haberme ayudado de un martillo, sentirme como el indeseable Alexander Pichushkin golpeando incesablemente el jodido acceso y luego gritarle al tiempo eso de; — ¿ves hijo de puta, como he podido?—. El revolucionario placer de destruir, lo llamaría yo.
Pero no. Abatido, nadando entre obtusos pensamientos tiré de móvil y llamé a un cerrajero. Creo que fue lo más coherente que hice en aquellos primeros siete meses tras volver a nacer.

La próxima vez que cruce esa antagónica puerta, espero que las llaves no se olviden de mí.