ni quiero una
tumba,
ni un funeral,
no quiero
nada: quiero desaparecer.”
(Jeffrey
Dahmer. 1960-1994)
¿Merecía
la pena haber pagado semejante precio por aquella pizarra? No lo sé. A decir
verdad premedité erradamente lo bien que quedaría decorando la puerta de mi
nevera.
No es una pizarra muy bonita, vamos, es una pizarra normal,
rectangular, ni muy grande ni demasiado pequeña pero acorde con el tono acero
inoxidable anti huellas de la puerta del frigo. Tiene un marco de color rojo escarlata
que bordea perimetralmente el fino esquisto pulido sobre el que se escribe y sí,
a mi parecer, creo que hará buenas migas con la puerta de mi nevera pero confieso
no estar completamente convencido de ello.
Me encuentro en la tienda, la dependienta –de unos cuarenta
años– luce sobre su pecho izquierdo una chapa cilíndrica en la que puede
leerse; “Cantabria, entre el mar y la montaña”, desconozco las intenciones o
qué quiere dar a entender con dicha frase. En otro aspecto, la chica trata efusivamente
convencerme para hacerme partícipe de lo que ella –con insistencia– considera una
astuta compra. Con sus buenas dotes de vendedora efusiva, deja caer que se
trata de pizarra de El Bierzo y que de allí proviene la mejor de la mejor
pizarra del mundo. Creo que esto ha sido lo primero que me ha convencido, y
también, por qué no, digerir en mi cerebro uno por uno y a grandes rasgos todos
los loables aspectos que diferencian al Bierzo del resto del universo; la
salubridad de sus aires, la orografía de sus montes, la sencillez de sus gentes,
la cecina ahumada y cómo no, su turgente pecho izquierdo sujetando sobre la
expresiva chapita cilíndrica cuya relación con el lejano Bierzo era similar a
la del astronauta con escafandra y bermudas paseando con sombrilla por el
desierto de Gobi.
–El
tener un trozo de El Bierzo en casa es una opción incluso mejor que tener un
jacuzzi–, ha insinuado.
–Además, qué leches, no
debe ser lo mismo escribir sobre una pizarra de Segovia que hacerlo sobre otra
de El Bierzo, ¿verdad?–, he contestado yo con cierto tono irónico y
noqueado por la comparación del jacuzzi. Seguidamente y ante el rostro
estupefacto de la dependienta parlanchina, he insistido en un tono cada vez más
satírico;
–Y no digamos de quién lee sobre una
pizarra de El Bierzo; esas letras, esas palabras, esas líneas. Es de suponer
que tampoco es lo mismo la semántica de un haiku que destaca sobre una pizarra
de Zamora que sobre otra de El Bierzo, en éste último mejora, sí mejora con
creces. Creo que, en parte, va a ser por ello por lo que me he inclinado en
adquirir semejante materia natural berciana fusionada con rojo escarlata de un marco
metálico “made in China”–.
Llego a casa con la pizarra del Bierzo con marco metálico
“made in China”. En la puerta de mi frigo se queda tan bien que promete ser el
centro de miradas. Ya estoy imaginándola llena de letras, frases de amor al
queso ese del Roncal que tanto me gusta, haikus a la lista de la compra e
incluso una cita con alguien especial.
¿Alguien especial? Sí.
Como en principio no tengo nada que escribir ni apuntar en
ella he pensado que puedo adquirir compromisos, tener citas con gente especial para
mí y anotar en la susodicha pizarra de El Bierzo, una tras otra, las horas y
los días que harán que mi memorándum sea de lo más completo. Será como desempolvar
aquella agenda tan cutre que me regaló Carolina cuando trataba, por todos los
medios y sin éxito, llevarme a su huerto de algarrobas y tomates pera en el
campo de Cartagena.
Dicho y hecho, agarré mi móvil de antepenúltima generación
y, deslizando mi dedo pulgar sobre él, lo encendí por la agenda seleccionando los
diferentes amigos, amigas, novias y viejos compañeros políticos –camaradas nos llamábamos– que había
tenido. De las novias y amantes, apuntaba los teléfonos sólo de algunas de
ellas, no todas, hay que ser delicado con estos asuntos que luego montas un
circo y te crecen los enanos. Clasifiqué cuatro grupos de amistades en los que
incluí; a los más simpáticos, a los menos superficiales, a los menos ordinarios
y a los más ocurrentes, no de todos se podía decir que cumplieran la quinta esencia,
pero apunté varios números y si la mayoría eran féminas era por alguna razón
objetiva; chocolat chaud avec des churros,
que dicen en Francia.
Seguí con la agenda del móvil abierta, dispuesto, cómo no, a
continuar seleccionando candidatos sin más propósito que dar un merecido uso a
mi flamante pizarra de El Bierzo y si encartaba, cómo no, churros con chocolate, algo difícil en un
país donde las feromonas con Eusko Label se habían inmiscuido sin darse cuenta
en un plácido viaje hacia la decadencia más atroz y salvaje jamás inventada de
Mordor, haciendo caer en picado las ventas de condones, la natalidad y las
pastillitas-caramelos “del día después”.
Pero algo no imposible ya que de todas las novias y amantes que me habían
dejado, la mayoría lo había hecho con alevosía y promiscuidad.
Mejor solos que mal acompañados;
“Bonita, no pegas con
mi corazón/ hasta la vista/no descifraste una mierda dentro de mí… (Aunque
fueras de lista)”.
Retumbaba bajo un sol de justicia en la sinrazón incluso
después de haberse ido Pablo.
La puerta de la nevera de casa tiene adherida una pizarra de
El Bierzo y en su interior conservo mis desayunos, comidas y cenas. Hubiese
sido mejor quitarme un peso de encima donándolos a la ciencia pero los trámites
institucionales, los papeleos y todas esas pantomimas legales me desquician.
Así que de momento los conservo al fresco de la nevera donde fuera hay
veinticuatro grados y una pizarra de El Bierzo en la que, con un tacto
especial, incluyo –entre la lista de la compra– los teléfonos de mis mejores
amigos y mis futuras citas y lo que es mejor, haikus a la lista de la compra.
Por cierto, a todo esto, no me he presentado, mi nombre es
Dahmer, Jeffrey Dahmer.