“Cualquiera
que haya destruido un prejuicio,
un sólo
prejuicio,
es un
bienhechor de la humanidad.”
(Nicholas Chamfort.
1741-1794)
A veces en el poema se
esconde un arma capaz de anular la sagacidad de la mente más avispada reduciendo
el todo a lo más simple. Otras veces el arma es el poema. Ambas reflexiones son
escuetas pero legítimas como la palabra en boca de Sankara.
El pequeño vals vienés de Federico
García Lorca mojó la cola en el mar, en Hidra se deshizo la poesía de
experimentación de Leonard Cohen y tras romper los cuatro espejos de Viena,
recogieron ambos, con una cuchara, los diminutos fragmentos para recomponerlos en
las estrellas de las noches del lenguaje universal. Mallory e Irvine lo presagiaron
décadas antes pero expiraron sobre la nieve del impasible vertedero humano del Parnaso-Everest.
Es noche de paz en Palestina,
dos niños caen abatidos en Hebrón. Odas y cumplidos a las hordas “demócratas”, verborrea de la prensa
occidental.
Las jaimas de Tinduf son el
epitafio del desierto en ellas se respira té, lágrimas de un pueblo que absorben
arena y angustia. El tranvía de la solución hace cuarenta años que abandonó a su
suerte aquella parada y ya no vuelve allí ni en sueños porque éstos y la
ilusión se los llevó la hostilidad del simún, el viento venenoso de desierto,
la incompetencia de gobiernos títeres en la decadente estabilidad de un sistema
sin escrúpulos.
En el poniente, la vida a
todos nos puede parecer más sencilla, todo se reduce en apretar unos botones; rojo,
verde…
¿Cual quieres tú?
¿Por qué es así la simpleza
humana?
Los botones bajo tu pulgar marcan
individualismo y un aislamiento sedado, el paliativo endulzado que mitiga la
subsistencia extrema dentro de un sistema añejo y caduco.
Se acabó la batería, estoy
perdido. Observo mi reflejo en el cristal de un escaparate y pienso en cosas
que realmente aborrezco.