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miércoles, 22 de abril de 2015

Escribí unas letras desde Oakland con una pistola en la sien.



“Cualquiera que haya destruido un prejuicio,

un sólo prejuicio,

es un bienhechor de la humanidad.”

(Nicholas Chamfort. 1741-1794)



    A veces en el poema se esconde un arma capaz de anular la sagacidad de la mente más avispada reduciendo el todo a lo más simple. Otras veces el arma es el poema. Ambas reflexiones son escuetas pero legítimas como la palabra en boca de Sankara.
El pequeño vals vienés de Federico García Lorca mojó la cola en el mar, en Hidra se deshizo la poesía de experimentación de Leonard Cohen y tras romper los cuatro espejos de Viena, recogieron ambos, con una cuchara, los diminutos fragmentos para recomponerlos en las estrellas de las noches del lenguaje universal. Mallory e Irvine lo presagiaron décadas antes pero expiraron sobre la nieve del impasible vertedero humano del Parnaso-Everest.
Es noche de paz en Palestina, dos niños caen abatidos en Hebrón. Odas y cumplidos a las hordas “demócratas”, verborrea de la prensa occidental.
Las jaimas de Tinduf son el epitafio del desierto en ellas se respira té, lágrimas de un pueblo que absorben arena y angustia. El tranvía de la solución hace cuarenta años que abandonó a su suerte aquella parada y ya no vuelve allí ni en sueños porque éstos y la ilusión se los llevó la hostilidad del simún, el viento venenoso de desierto, la incompetencia de gobiernos títeres en la decadente estabilidad de un sistema sin escrúpulos.
En el poniente, la vida a todos nos puede parecer más sencilla, todo se reduce en apretar unos botones; rojo, verde…
¿Cual quieres tú?
¿Por qué es así la simpleza humana?
Los botones bajo tu pulgar marcan individualismo y un aislamiento sedado, el paliativo endulzado que mitiga la subsistencia extrema dentro de un sistema añejo y caduco.
Se acabó la batería, estoy perdido. Observo mi reflejo en el cristal de un escaparate y pienso en cosas que realmente aborrezco.



martes, 21 de abril de 2015

Insectos Comunes.





Soy la síntesis, la vida me ha condicionado a ser lo que soy, un Insecto con mayúsculas y con elegancia. Sí, ante todo, elegancia. En mí no existe el concepto de bicho dañino o perverso, está fuera de cajón aunque me juzguen como tal. De mi género somos muchos, cada cual con una condición innata pero yo, con mis virtudes y mis defectos, me salí del patio. Vamos, que soy distinto al resto, voy en desacorde con los de mi especie y es por ello que llevo impreso en mí un estigma social; la marca del desecho. No pueden verme ni quienes antaño consideré de mi especie.
Me he acordado muchas veces de la “norma” tantas veces como la he olvidado.
Soy feliz cuando llueve, el agua marca el compás de mis canciones; sentado en una gota planeo sobre la melancólica ciudad ocre. Bajo mis patas veo huir del agua a los insectos “normales”, mientras mojo mis pies ellos corren de un lado para otro. Rio, me descojono, son autómatas; algunos se tapan la cabeza con ridículas protecciones convexas para evitar mojarse y deformar el moderno corte de pelo que los mantiene dentro de unos patrones. Desde el cielo es divertido verlos agazapados en sus escondites. En la miserable ordinariez por la que navegan son todos iguales, como la forma de sus paraguas.
Hace mucho tiempo decidí vivir en la montaña apartado de “los normales”, aquí la vida emerge de un ciclo natural, tampoco existe el rencor, es tan mala la envidia que la ciudad resulta un paliativo que los arrastra, sin saber, al consumismo más desquiciado y voraz, éste es el sedante que necesitan para decorar sus miserables vidas cuando éstas no son más que burdas mentiras.
Nieva y me gusta disfrutar de la montaña así que sin pensarlo dos veces, de un salto subo en uno de miles de copos que caen y sintiéndome un acróbata del limbo me dejo llevar sobre los árboles mientras el aire refresca mi cara. Al contrario que los de mi especie yo tengo la sangre caliente, muy caliente y saludo a quienes como yo rompen la norma, ellos también vuelan sobre copos de nieve. Entretanto, los insectos “normales” de la ciudad disfrutan de la nieve tras el cristal de una ventana, no la sienten, no la palpan y sin embargo dicen disfrutarla. Señalándonos con sus dedos, observan con miradas delatoras nuestros paseos en copos, nos denuncian ante entomófagos que cambiaron su innata condición de bichitos por un uniforme, y cuatro comodidades manteniendo una falsa libertad, una libertad canalizada.
Hoy amigos, me comeré a mí mismo y desapareceré. Es otra virtud de la que vosotros ni siquiera os habéis parado a apreciar, porque hasta el último de vuestros días lo dejáis para ellos, porque todavía creéis que os aplauden cuando a palmadas morís por ellos, aplastados.