“Me voy solo a jugar con la muerte.”
(Leopoldo María Panero)
A veces sueño despierto y percibo con claridad el latir con
fuerza de mi corazón. Lo hace tan sensiblemente que siento cada sístole y
diástole marcando bellos acordes de los que claramente distingo sus cambiantes
matices.
En cambio, cuando en la noche anhelo soñar con alguien,
espero algo que ni sé y mi espera se convierte en tedio. Puedo sopesar entre
soñar despierto o dormirme con el tiempo para despertarme entre sueños que no son
de éste mundo.
He cruzado la muga de la vida, viví en ella cuarenta y tres
días alojado allí como un insecto entre pétalos de una flor marchita, vegetal
de la luna que me dio su luz y por unos instantes, allí sin mi cuerpo, descubrí
al infinito. ¡Malditos sueños! Odio vuestra heterogénea presencia porque, a
pesar de lo evidente, sois impuros y os habéis establecido en mi yo.
En un monte, bajo la luz de la luna, el búho concreta que el
bucólico límite que separa la mar de los campos es tan solo el reflejo de una
sombría tierra violada continuamente por las olas que entre persistentes acordes
se mecen.
Entonces, arañando con cuchillas de frío metal la sombra que
me dio la luna, trepé la pared de ese
perpetuo sueño para desertar del
coma, para rencontrarme con un mundo que ahora, desconozco si es o no el que yo
dejé.
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