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miércoles, 19 de septiembre de 2012

Isótopos Radioactivos (II).



“Despierta Neo…
¿Nunca has tenido la sensación de no saber
si estás despierto o soñando?
Estoy intentando liberar tu mente, Neo.
Pero sólo te puedo mostrar la puerta.
Tú tienes que atravesarla.”
(MATRIX. Larry y Andy Wachowski.)
 
Qué cabeza la mía, después de recoger mis pertenencias y vestirme, tuve un momento de lucidez, había olvidado pagar el café de por la mañana. Me asaltaban los pensamientos;

-¿Quién sabe si es posible que haya sucumbido a la atracción de ser un semidiós y por eso me acuerdo? con tanta radioactividad en mi interior uno cree sentir luminiscencias desbocando sus entrañas-

Por la misma puerta que entré al subsuelo, salgo. Es tarde, me habré pasado unas seis horas ahí dentro, como una piltrafa humana al servicio de la ciencia. Un engrama que me vicia de muerte de los pies a la cabeza.
Avanzo despacio, ahí enfrente está la ciudad, respiro el olor a salitre característico de una villa cercana al mar. Me paro para observar que estoy íntegro, inspiro suave pero espiro con fuerza de tal manera que el aire que se escapa entre mis labios silba inflando mis mofletes como si otra vez más hubiera salvado mi culo. Las manchas de mi vista siguen conmigo, son mis aliadas y con el sol de la tarde su presencia es más significativa.
Despego con tiento el esparadrapo de mi mano y lo dejo en la papelera que hay fuera en una de las farolas cercanas al edificio. Dispuesto estoy, una vez más, a mimetizarme entre la urbe para llegar a la cafetería. Le pediré disculpas a la camarera y pagaré el café.
Avanzo por la acera algo confuso, posiblemente mi organismo no ha terminado de asimilar la medicación moderadamente radioactiva que me ha sido suministrada para las pruebas médicas. No es como otras veces pero pienso en que ya se pasará.
Caminando veo gaviotas volar y el mar a lo lejos. Hace una tarde de la ostia y todavía no me he cruzado con nadie. Seguramente estarán viendo sus programas favoritos; ese en el que una panda de drogadictos vocingleros, bien vestidos y con un bolígrafo en la mano, hablan en tono pedante-estridente sobre sus intimidades o aquél otro en el que unas arpías desclasadas se menosprecian degradándose para satisfacción de unos garrulos ignorantes que no ven más allá de esteroides y anabolizantes. Patético.
Me acerco ya a la parte trasera de cafetería, es sorprendente que ni tan siquiera haya visto un alma por la calle. Seguro que también hay futbol. Sonrío irónicamente por dentro, qué mundo éste en el que sobrevivimos.
Hay silencio y camino solo. El mutismo es quebrantado por el aire con olor a mar que seca insistentemente mis ojos y profanado bruscamente, a lo lejos, en mis espaldas por una imprevista espectadora, una cría de unos ocho o diez años que asomando su cara, blanca como un folio, por una de las esquinas de la calle solitaria, grita sonriendo:
-Pssss..pssss…Señor, venga por favor!-
Señor me dice, vaya, veo que me hago mayor. Con un gesto de incredulidad la miro, cambio de mano mi cuaderno de panfletos incendiarios y avanzo hacia ella fijándome con asombro en sus oscuros ojos a la par que se pierde tras la esquina de la calle vacía. Joder, esto es la leche. No me ha dado tiempo a ver por donde se iba. El aire ahora no es salitroso sino más bien fétido, me paro y miro a mi alrededor, primero a la izquierda y a continuación a la derecha. Algo no funciona.
Exceptuando las gaviotas, sigo sin ver a nadie. Percibo un ligero ruido, como si algo golpeara el suelo con cada latido de mi corazón.
Esta sensación me está poniendo nervioso.
A lo lejos, cerca de la esquina donde suele tocar el saxofón mi amigo Tomás, empiezo a ver gente. Son unos niños que juegan a la comba, menos mal. Son cinco, de edades similares y todos ellos tienen un aspecto pálido, me acerco, distingo a la niña que me gritó.
La cuerda yace tirada en el suelo simulando una serpiente y los cinco niños de rostro apagado, mirándome, señalan la esquina donde cada mañana deleita mi amigo Tomás, con sus agradables melodías a su pueblo, Palamós. Su saxofón parece reposar abandonado junto a la pared.
Ningún niño dice nada, me dirijo hacia el instrumento musical. El olor del aire ahora es tan putrefacto que resulta molesto respirar. Me estoy poniendo de los nervios, necesito ver a alguien sensato que me diga qué está pasando.
Con el saxofón en la mano me dirijo hacia donde están los niños, la comba permanece inerte en el suelo y ellos me miran, se ríen y salen corriendo en dirección contraria a mí, solo uno se para a unos cien metros señalando nuevamente con su dedo la playa. Allí distingo a alguien sentado en un banco frente al mar. Me acerco, qué sorpresa, se trata de mi amigo el saxofonista.
-Hola Tomás.-
Tomás está mirando un punto fijo, ni se inmuta. Su rostro es blanco como el de los niños, sus ojeras muy pronunciadas y su piel…
- Te traigo tu saxofón-
En ese momento, sin articular movimiento corporal alguno, mueve lentamente sus ojos clavándolos en los míos durante unos segundos antes de bajarlos hasta el saxofón que sostengo en mi mano izquierda y con voz tan apagada como su rostro, me dice;
-Yo no soy Tomás… tampoco soy músico.
Ahora sí que tengo erizado el bello. Me doy cuenta de que no tengo ni saliva, el hedor del aire me ha secado la garganta. Las gaviotas surcan el aire, ajenas a lo que estoy viviendo bajo sus vuelos. Yo insisto;
-Tomás, ¿y tus manos?...tus, tus dientes.
El corazón lo tengo al borde del infarto. No tiene manos, su boca sin dientes y negra me hacen estremecer. Estoy aterrorizado.
Él habla de nuevo;
- Tomás, fue un reflejo en un cristal. Aquí hay una forma de vida que te pertenece, tómala o húndete para siempre en la acogedora sensación del silencio-
Sus palabras son finas aristas que se clavan en mi cerebro. Mientras lo miro con espanto, reculo sin éxito, mis temblantes piernas no me dejan. Trato de huir corriendo pero me caigo.
Sentado en el suelo busco solución entre mi memoria revuelta, ya lo tengo, llamaré por el móvil. Lo saco de mi riñonera, mi mano tiembla. ¿Qué ostias? es un espejo, mi móvil es un puto espejo con la apariencia de un móvil, mi reflejo en él recuerda lo que fui ayer o hace tan solo unas horas.
Tomás o lo que sea, clava su mirada al final de la calle.
Ahora sí que la he hecho buena.
Aquello que se acerca por allí… ¿son perros?
-Mierda-

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