"Aparentemente es el final.
Quiero morir.
Lo quiero con seriedad,
con vocación íntegra". (Alejandra
Pizarnik)
Seguía lloviendo, brotaba la vida. Copiosas
gotas de lluvia se estrenaban para terminar su largo y vertical recorrido precipitándose
contra el cemento. Y ella sentada en una piedra junto al lago, comía pipas de
calabaza. Las mismas que la vida le había dado.
Otros, simplemente observaban. Ella intuía que unos pocos aspiraban
a más; el arte del silencio, la
insurrección, la elaboración de un hidrocarburo aromático y cristalino el mismo
que se funde a 81° centígrados, Trinitrotolueno lo llamaron.
Escribía, sus panfletos son verdaderas
bombas, letras y grafías llenas de amor, odio, simpatía o desprecio. Cariñosas y efusivas como las
que le escribió la primera vez que se conocieron. Frías y hurañas como las que
por vergüenza escondía en el fondo de la bolsa de basura.
A penas sin darse cuenta sus hojas se
llenaron de promesas y deseos, descubriendo
insensiblemente sus más íntimas alegrías y a la par, sin saberlo, el cubo de
basura se llenaba cada vez más y más. Poco o nada hubiera costado vaciarlo para
empezar de nuevo. Y sin embargo no lo hizo.
Porque el destino le deparaba un millón de
sueños nihilistas, un millón quinientas mil sonrisas y tres millones de ojos a
los que mirar.
Cesó la tormenta, continuó garabateando panfletos
incendiarios, esos que incluyen una cuenta atrás; TIC, TAC, TIC, TAC… y así fue
pasando su tiempo, entre secobarbital esperando su leitmotiv, esperando que una
víctima más de esta obtusa sociedad y de su estúpida avaricia, le librase de
las palabras vacías y las trescientas mil corazas que la rodeaban.
Remitió el vacío, la tormenta y tras ella
revirtió la paz.
Yace tranquila Alejandra Pizarnik en la inmortalidad de sus letras, cincuenta pastillas de Seconal fueron el apócrifo descanso de su infierno musical. Sólo lo tierno permanece.
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