“Laméis
mis pezones al ritmo de mis
chasquidos
articulares
mordéis
mis labios desmembrando
mi
nervio trigémino
mamo
de vuestros glandes
el
esperma de la enajenación
Mi
clítoris es un nido de húmedas
lenguas
(…).”
(Beatriz Marcos Oteruelo (Renée Sade). Febrero 2013)
La historia que os voy a contar
comenzó hace algunos años en una cafetería de Zizur. Para quien lo desconozca,
Zizur se sitúa a sólo seis kilómetros de Iruña-Pamplona,
la capital de Navarra, Nafarroa, institucionalmente
para algunos Comunidad Foral de Navarra o Nafarroako Foru Komunitatea, cuna de cara-duras sensibles al merengue, donde los
chorizos se atan con corbatas y Dios no existe y las mariscadas en el Reyno de Cintruénigo tampoco, donde las fiestas
populares son inundadas con improvisadas piscinas de última hora. Navarra, núcleo
principal del dulzón patxarán, —qué haces
tú, qué haces tú, que no bailas con Tijuana in Blue— y gaupaseros que
profieren gritos a altas horas de la madrugada mientras, camino de sus casas,
se cagan en dios y en la virgen. Bueno, quien no sepa de dónde procede el
gentilicio zizurtarra que lo busque
en cualquier diccionario medio decente, «si
es que queda alguno».
Dicen que todos llevamos un policía dentro, Charles Chaplin
llegó a afirmar que todo ser humano guarda en su interior un dictador. Hay un
dicho popular que dice que hay personas que jurarían que hay personas que creen
tanto en sus mentiras que a base de repetirlas al resto, hasta ellas mismas se
las llegan a creer. Esto último no es un dicho popular ni mucho menos, me lo
acabo de inventar pero corroboro que es tan verdad como que distingo el hedor
de esas personas que repiten a tantos sus mentiras hasta el punto de creérselas
ellas también.
Bien, vayamos
al tema; la mañana prometía y los corrillos de gente a primeras horas del día se
ambientaban todos en un mismo tema de conversación, lo que los medios de
comunicación del régimen habían señalado como el asesino silencioso. Y es que, de un tiempo a esta parte, venían
produciéndose en Navarra una serie de crímenes que traían de culo a cada uno de
los diferentes cuerpos policiales «esos
que dicen identificar a unas cincuenta mil personas en sus cuatro mil controles
por año». El escurridizo y astuto asesino no dejaba rastro alguno que
hiciera pillar una pista o indicio de aquel macabro puzle bañado en sangre y
aromatizado con flores, de ahí que el matarife fuera bautizado como tal.
Silencioso dejaba clavado
letalmente en el cuello de sus víctimas un cuchillo de Albacete y unas flores
que depositadas en una de sus exangües manos, plasmaba con arrogancia un carácter
desafiante, provocador y esquivo, lo que causaba si cabe aún, más alarma social.
Según la prensa y televisión, el verdugo antes de sesgar la vida de sus
víctimas, suministraba a éstas algún tipo de sustancia paralizante del sistema
muscular para luego abandonarlas en un lugar montañoso con un cuchillo clavado
letalmente en el cuello y las flores —de regalo— en una de las manos. Se habían
encontrado ya al menos una veintena de cadáveres y ninguno guardaba relación
entre sí, había gente de todas las clases sociales, desde opulentos explotadores
a obreros, estudiantes, parados, personas vinculadas a diferentes sectores
sociales y políticos. Todo apuntaba a que se trataba de un psicópata, un
asesino serial. Conforme el número de asesinatos aumentaba, la población vivía el
día a día con aprensión y el hecho de que la pasma no hubiera encontrado ni tan
siquiera un indicio que llevara a la detención del culpable, hacía crecer alarma
y desconfianza entre ellos; todos sospechaban de todos. Las conjeturas rozaban
lo injustificable hasta el punto de lo absurdo.
Aquella mañana era martes para todo el día y yo
había quedado con un amigo bastante despistado en una vieja cafetería de Zizur en
la que, por el mobiliario, sus enseres y las telas de araña, el tiempo parecía
haberse estancado. No estaba mal, era como estar dentro de una vieja estampa de
color sepia tomando un desayuno pero en el año 2014. La intención cuando llegara mi amigo era ir con el coche de éste a
un pueblo cercano con el propósito de recoger un equipo de megafonía que íbamos
a utilizar para unos menesteres —que
ahora mismo no vienen a cuento—. Estando yo en la espera removiendo el café
con leche ante una pecosa y guapísima camarera que regentaba dicha cafetería y que,
con más dulzura de la que cabía en toda la canastilla de azucarillos, no paraba
de servir amablemente y sin parar, cafés, bollos y tostadas a todas las caras
de sueño que por allí pululábamos, me sonó el móvil; se trataba de Despistado, me
comunicaba con voz somnolienta que había olvidado nuestra cita «naturalmente» y que se encontraba en
Elgoibar donde, según él, había pillado cacho el sábado anterior con una
paisana y ésta le estaba dejando más seco que una pasa. Lo noté feliz y sonreí transmitiéndole
mi enhorabuena, pues aunque ignoraba las necesidades de la paisana, Despistado
estaba como yo; realmente necesitado de sexo. Antes de terminar nuestra conversación
quedamos en llamarnos, cuando él volviera a Iruña, para recoger la megafonía.
Nos despedimos no sin antes soltar un chiste con cierto sarcasmo sobre el asesino silencioso, aquel tipo se había
convertido para muchos en el Jeffrey Dahmer vasco.
Y allí me quedé más solo que la una riendo y mirando las telarañas
que ornamentaban con suma naturalidad aquella cafetería, convirtiéndola un poco
más, si cabe, en una tradicional tarjeta de calendario.
Seguí dando vueltas con la cucharilla al estimulante con
leche y pensando en la suerte de mi amigo; me alegré por él y me disgusté por
no haber ido a recoger el equipo de megafonía pero sobretodo me preocupé por
mí, lo único que yo había mojado en las últimas dos semanas era la palmera de
chocolate en el café con leche que me estaba trincando así que puedo afirmar
que últimamente me encontraba falto de sexo y mi estado de ánimo así lo
evidenciaba, estaba como aplatanado y nunca mejor dicho, bastante cachondo. Dos
semanas antes había coincidido en un concierto con una buena amiga, oriunda de
Bilbao pero estudiante y residente en Pamplona; Edurne. Ambos nos conocimos en
la Universidad sectaria del Opus Gay, ella estudiaba allí y yo trabajaba de
camarero en la cafetería sirviendo cafés, refrescos y bocadillos bajo un enorme
crucifijo para sacarme algo de pasta. Aquella noche de viernes Edurne y yo
habíamos quedado para vernos «casualmente»
en un concierto pues su novio acababa de partir hacia la capital del Imperio
dispuesto a pasar el fin de semana visitando en el IFEMA la Feria Congreso
sobre el Marketing Digital y la Publicidad Online. Mientras que su novia y yo
recompensamos mutua y plenamente nuestras necesidades sexuales, llegándonos a
exprimir equitativamente hasta la última gota de nuestros fluidos sexuales.
Estuvimos toda la noche dale que te pego, primero en su coche y luego en la
cama de donde sólo nos levantábamos para ir al frigorífico y picotear algo o
beber agua o cervezas…después seguíamos follando; en la cocina, en el sofá, en
el pasillo o donde se terciara y así hasta llegar de nuevo a la cama, una y
otra vez, despacio o rápido de pies o tumbados, así en plan bestia; sin leyes
ni códigos, como si se nos fuera a acabar el mundo.
Los días posteriores me
acordé mucho de ella y no por onanismo no, que va, en uno de sus orgasmos
mientras hurgaba con mi lengua en su clítoris apretó entre espasmos sus dientes
descuidando mi ciruelo juguetón todo palote en su boca. Qué dolor sentí cuando por
la mía salió aquel estridente alarido tras sentir sus dientes clavarse en mi pobre
glande y qué gustazo debió de sentir ella cuando empezó a manar una fuente de
placer por su vagina. A la postre, ambos lo pasamos mal, ella por la parte que
le tocaba se mostraba preocupadísima y ruborizada por el daño infringido y yo,
por la mía, dolorido pero no por ello dejaba de animar a mi bella Edurne,
quitando hierro al asunto, aunque por dentro me estuviera cagando en dios.
Pasados unos días me llamó al móvil con unos ánimos más elocuentes e interesándose
por el estado del ciruelo juguetón «siempre
he pensado que era lo único que más le importaba de mí» y yo con la
intención de poder pasar otra noche de sexo desenfrenado con ella, propuse
quedar para el próximo sábado pero su negativa respuesta cayó sobre mí como una
enorme y pesada piedra de harrijasotzaile;
-He quedado con mi novio para pasar el finde en Zugarramurdi-.
En cierto modo mejor, pensé. Creo que no hubiera podido
hacer nada y no por ganas sino más bien por física así que asunto perdido.
Edurne es una persona extrovertida y muy guapa, creo que hasta demasiado, tiene
unos cuarenta años muy bien llevados, un par de ojos preciosos, dos tetas
perfectas y por aquel entonces un novio gilipollas aunque gracias a él y a su
condición de gilipollas, ella y yo coincidíamos a menudo; mientras él se recorría
los Salones Internacionales y Ferias de Muestras o se dejaba el gaznate con sus
amigos en la peña animando conjuntamente, entre bolsas de patatas y cervezas,
al Osasuna, ella y yo nos animábamos recíprocamente compartiendo risas en la
cama. Era un sentimiento muy morboso y sobretodo natural y satisfactorio para
ambos. Yo nunca la llamaba para quedar sino que era ella quien siempre elegía
el momento o el día para hacerlo ya que Gilipollas y Edurne vivían juntos y si algo
hay que ella no deseaba era levantar sospechas. Yo no estaba atado a nadie, iba
por libre de flor en flor como las mariposas, ella en cambio sí lo estaba, pero
en su caso los vínculos era muy elásticos y aunque siempre supe que yo para
ella era su segundo plato, nunca me importó sino todo lo contrario; a mí sólo
me importaba lo mismo que le interesaba a ella, sexo a tope con morbo y
guarrear, y eso Gilipollas no se lo hacía.
Tanto a Edurne como a mí nos valía con quedarnos satisfechos y a veces
nuestro calentón había llegado a extremos resbaladizos «nunca mejor dicho», como la vez que, mientras yo le hacía un
chequeo completo a su coño en el sofá de su casa, llamó por el móvil a
Gilipollas. Cuando empezó su diluvio de placer, en un acto reflejo tiró el
móvil contra la pared quedando éste repartido en varias partes por el salón y
allí entre sus flujos patinaba yo como un pato sobre hielo mientras ella seguía
con los ojos en blanco mordiéndose su labio inferior como si quisiera
arrancárselo con los dientes e inclinando su cabeza hacia atrás desatando entrecortados
gemidos de placer y soplidos a la vez que, por el pegajoso sofá de skay, manaba un inmenso riachuelo que se
extendía por todo aquel parquet flotante.
Así era Edurne, tan natural y viciosa como yo. Nunca me
había interesado por el fútbol, pero desde que supe que a través del deporte rey
y su pan y circo llegaría hasta ella, ahora me intereso más y siempre estoy al
corriente de cuándo el Osasuna juega en casa y cuándo fuera, de la copa del cazaelefantes campechano y del final de
la Champions.
Terminé el café
y Pecosa sonriendo me preguntó si quería una tostada que había hecho de más por
error; me la regalaba.
-Vale pues ponme entonces, por favor, un descafeinado con leche-
Contesté agradecido. Y el hecho de que aquel vetusto antro empezara a estar
menos concurrido dio pie a entablar conversación, le hablé de mi amigo
Despistado y a ella pareció caerle en gracia el plantón que me había dado. En
el fondo sí la tiene; Despistado se va el sábado a la noche a Elgoibar a ver un
concierto y se pasa dos días con sus correspondientes noches follando sin parar
con una giputxi de esas que se ponen falda encima del pantalón.
-Hay una leyenda urbana que dice que las giputxis tienen un gen
especial que las hace ser promiscuas y que cuando ven a los de Iruña, se lanzan
a degüello, pero mi amigo Despistado y yo coincidimos siempre en el dicho ese
que dice que en Euskadi no se folla- Solté así un poco por lo bajo
tratando de no levantar demasiado el tono de voz para no hacerme oír demasiado
ya que a varios metros de la barra había un par de txikiteros de esos cebolletas hablando de los crímenes del asesino silencioso y yo no quería para
nada que se metieran en nuestra conversación.
-Yo creo que aaaaaaalgo de cierto hay en esa leyenda urbana-
Dijo Pecosa. Y entonces riendo, le pregunté si ella era giputxi.
-Que vaaaaaaaa…Soy valencianaaaaa, «así alargandoooo las vocaaaales» de
Gandíaaaaaa, pero hace más de veinte años que vivo en Atarraaabiaaaa. Soy vaaaasca
de adopción- Asintió sonriendo.
Joder, de Valencia y de Gandía, pensé y le dije que una vez
estuve en Gandía en el hospital Francesc de Borja, cosa que le resultó
indiferente, «mejor», pensé de nuevo.
Me estaba cayendo en gracia aquella simpática Pecosa Fallera y debido a su
despampanante tipazo y mis dos semanas de abstinencia sexual, empecé a
imaginarla en una escena en la que ella y yo follábamos indiscriminadamente dentro
de una enorme paellera con su arroz, sus judías verdes y todo. A temperatura
media resultaba muy romántico. Pero por necesidad cambié el chip, cogí la
tostada, el descafeinado y el Gara y me puse en una de las mesas a echar un
vistazo a las noticias y allí entre acontecimientos de Euskadi y del mundo que
no me interesaban, repasé con cierto morbo la crónica que daban ese día sobre
el asesino silencioso y ya de paso el
tanga que sobresalía del perfecto trasero de Pecosa Fallera que, paseándose
ininterrumpidamente mientras recogía las mesas, hacía que mis ojos fueran disimulados
tras ella. Pecosa Fallera de vez en cuando miraba sonriendo. Imagino que nuestra
breve y verdosa conversación le debió de resultar pícara aunque ignoro lo que
llegó a pensar de mí. Sea como fuese me
daba igual, aquel tipazo de mujer estaba muy lejos de las posibilidades de un
tipo con tan mal parecido como yo.
Acabé el descafeinado y la tostada que, aunque fría, me supo
muy bien y no me quitaba de la cabeza la escena de la enorme paellera. Me había
empalmado y todo, sí estaba palote, palote y «más falto de sexo de lo que imaginaba», pensé que quince días eran
demasiados días, no hay ser humano que soporte tremenda abstinencia sexual, esa
continencia del pecado carnal se me estaba perpetuando y nunca mejor dicho.
Otra cosa es matarse a pajas, pero yo necesitaba roce, sentir calor humano dar ternura
y placer, en fin; follar, nada de hacer el amor ni gilipolleces de esas.
Recogí la mesa dejando el plato y la taza en la barra. Me
fijé como Pecosa Fallera, desde la barra, no quitaba ojo a mi pantalón, debió
darse cuenta de mi estado de excitación, pues tenía la manguera a trescientos
por hora y una tienda de campaña en la bragueta que parecía recién comprada en
una tienda de deportes. Pese a ser ateo reconocido, motivo por el cual perdí el
empleo de camarero en la oscura Universidad del opus, pagué cristianamente y aproveché un minuto para
ojear por encima el Diario de Noticias que se encontraba a un lado sobre el
mostrador, así daría tiempo a que todo mi revuelo sexual interno se apaciguara
volviendo a su ser y poder salir de allí sin que mi pajarito diera demasiado el
cante.
Allí me salté las páginas que hablaban del asesino silencioso, estaba saturado de
tanto crimen y tanto morbo que lo rodeaba
y entre los anuncios clasificados del noticiero leí uno que me llamó bastante
la atención; ”Vendo W.Transporter preparada para camping, TELF,,tal y cual”,
apunté el número de teléfono para llamar, por aquel entonces, y sin prisas, estaba
interesado en hacerme con una de esas. Siempre me ha gustado la aventura de
viajar sin rumbo, pernoctar donde te salga de las narices y todo eso.
Otro anuncio interesante, éste resaltaba en la página de
Cultura, en la sección musical y la forma objetiva del enunciador me pareció de
lo más lamentable y vulgar;
“Envia y un MNS con
tu nombre y apellidos al tal y cual y participa en el sorteo de dos entradas
para el concierto de LIJATOR´s”.
No iba a picar en la trampa capitalista, si hay algo que siempre
hago es evitar por todos los medios enriquecer a las multinacionales a golpe de
mensajito con el puto móvil y esta vez no iba a ser menos, «pero qué ostias, se trata de una jodida
banda tocando versiones de los THE
SMITHS, una de mis bandas favoritas, tenía que intentarlo, ¡a la mierda mis
principios!» Allí mismo, casi a escondidas manteniendo la imagen de militante, y a golpe de pulgar, escribí mi nombre en
el móvil y pulsé con satisfacción “enviar”
casi con la certeza de que me iban a tocar las dos preciadas entradas, «me faltó pedírselo a Dios» de hecho ya
estaba pensando hasta con quién iba a ir al concierto; con mi buen amigo
Despistado, aunque luego pensé que si Edurne tuviera un ratito para mí, sería
mejor ir con ella. En tres días se publicaría el nombre de los cinco ganadores.
Yo sería uno de ellos casi con certeza. Estaba convencido de ello.
Paseando por la calle leí en un muro unas frases pintadas
que algún loco enamorado no se atrevió a revelar ante los ojos de alguien y
sonreí caminando, pensando en aquel pobre infeliz. Ya en la plaza del Castillo
telefoneé interesándome por la venta de la furgoneta equipada para camping que vi
anunciada en el noticiero, me atendió una chica asegurándome que más tarde me
llamaría porque en esos momentos estaba ocupada en su trabajo.
Bien, soy bastante pesimista en ese aspecto pero intuí dos
cosas; la primera es que cuando me llamase su respuesta fuera que ya tenía apalabrada
la furgoneta y la segunda es que ni tan siquiera se molestara en hacerlo.
Continué mi camino por la calle Mercaderes hasta el
epicentro de Alde Zaharra, querida parte vieja; punto álgido de la vida y
cultura social de Pamplona-Iruña.
Allí saludé a mis amigos Joxean, Karen y su perro Tufo que estaban dando un
paseo bajo el frío sol del invierno navarrorum.
Pasé por una puerta con un letrero; Katakrak y me adentré en una
elegante acrópolis donde predominaban sugestivos aromas de tés y cafés. Saludé
a algunos colegas más adentro y más allá del pasillo llegué a la librería más
llamativa y original que haya visto jamás, allí adquirí un libro; “Dios nunca reza”
de Patxi Irurzun, escritor y cuentista donde los haya y, sin duda, bastante
virtuoso con la pluma. Volví a casa con ganas de devorar letras y letras de
aquella obra literaria.
Por la tarde noche desde casa hablé por teléfono con
Despistado. Haciendo la conversación suya y especial hincapié en la giputxi me
contó, de pe a pa sus batallitas en
Elgoibar, yo me aburría y con unos inexpresivos y ruines “aaaaah”…”siiiiiii”
míos eran más que suficientes para dar a entender al otro lado de la línea, que
no me estaba empalagando del todo. Con una mano aguantaba el auricular del
teléfono fijo mientras con la otra pintaba doodles
y grafías en un papel con uno de los bolígrafos del escritorio y así entre
bostezo y bostezo Despistado se despidió de mí con la excusa de llamar, acto
seguido, a la giputxi de falda encima del pantalón.
Estaba oscureciendo y no me apetecía cenar, tenía dos
opciones; una era empezar a darle caña al libro de Patxi Irurzun y la segunda
darle caña a mi ciruelo imaginándome con la Pecosa Fallera envueltos en una
suculenta paella, lamiendo nuestros sexos, chupeteando sus pezones y dejando que
nuestros fluidos sexuales se divirtieran con el arroz, las judías, los
garrafones, los limones… «buuuuahhhh!,
para limones los de ella…». Al final me decanté por las dos opciones,
primero me encargaría de la Fallera.
Menuda tragicomedia me había montado y luego daría buen uso
del libro.
El jueves había llegado pronto, debía ir con Despistado a
terminar lo que nunca él había empezado; recoger el equipo de megafonía y por
otro lado tenía pendiente telefonear interesándome por la furgoneta ya que
pensé mal y acerté, habían pasado dos días y la vendedora con la que contacté y
que había quedado en llamarme, no lo había hecho. Marqué su número y no cogió,
insistí dos veces más hasta que por fin pude hablar con ella. Quedamos para el
próximo domingo, ella el sábado tenía que hacerle unos arreglos a su furgoneta y
quería que yo la viera impoluta.
Eran las once de la mañana y un mensaje en mi móvil desde un
número muy corto me daba a entender que yo era uno de los ganadores de las dos
entradas para el concierto de LIJATOR´s.
Lo intuía. Aquello me puso las
pilas, rompía un poco la puta rutina del día a día, loé mi buena suerte. Me lo
iba a gozar sí o sí, «de algo me tenía
que servir ser desafortunado en amores, ¿no?».
Después de recoger todos los bártulos de megafonía, traté de
no ilusionarme con que viniera Edurne y le di la sorpresa de las dos entradas a
mi buen amigo Despistado, le invité. Nos lo íbamos a pasar de puta madre,
garantizado.
-No se tío, es que igual yo voy a Elgoibar, le dije a ésta que
intentaría ir el finde…ya sabes.-
Cómo me jodió escuchar aquellas palabras salir de su boca y encima
tratando de excusarse pero luego recapacité; «qué ostias!» Despistado se lo merecía, se merecía dejar a un lado
su onanismo, aquel onanismo puro y duro que lo atormentaba y dedicarse más a
saborear la carne, follar «como hacía
toda la gente, toda la gente menos yo» y sentirse querido y si para ello
tenía que ir hasta Elgoibar, pues aupa
txo!! Además seguro que yo no iba a ir solo al concierto, con la de peña
que perdería el culo por ir seguro que tías de Pamplona no, pero algún que otro
colega fijo que se vendría. Le di un abrazo con fuerza a mi amigo animándole a
ir a mojar el churro a Elgoibar y él me lo agradeció enormemente. Bendita
amistad.
El sábado noche llegó y allá estaba yo en la puerta del
concierto más solo que la una esperando a que abrieran las puertas para entrar
y dejar irrumpir armoniosamente por mis tímpanos todas y cada una de las
versiones de los THE SMITHS. Me
sobraba una entrada, era evidente que nadie había querido venir conmigo para
ver una jodida banda versionando a otra jodida banda que de todos los de la
cuadrilla sólo me flipaba a mí.
Por nada del mundo me los perdería. Su cantante tenía la
misma voz que Morrissey, el puto amo.
No estábamos muchos allí dentro de aquel antro, últimamente
la gente ya no entendía de buena música, tampoco salía como antes y es que la
estela de miedo y desconfianza que estaba dejando el asesino silencioso era cada vez más palpable, para mí LIJATOR´s eran buenísimos y versionaban
a la perfección a los THE SMITHS
pero allí quizás éramos una treintena de personas y entre ellas me pareció ver
un rostro elegante, seductor y feromónico, aquel rostro que me acompañó durante
esa semana en mis noches onanistas, el mismo que en ese momento había hecho que
se despertaran entre ellos todos y cada uno de mis tristes y aburridos espermatozoides
poniéndome la sangre concentrada en mi polla a trescientos por hora. Era ella, Pecosa
Fallera y estaba allí, a veinte metros de mí, mirándome a través de un vaso
mientras frenaba con sus labios los hielos dando un sorbo a un ron cola. « ¿Quién hubiese sido vaso o hielo en ese
momento para tenerla tan cerca? para rozar sus labios siendo tragado por su
preciosa boca entrando en su interior.»
Me acerqué hasta ella con intención de saludarla, dudé si se
acordaría o no de mí pero al verla gesticulando con su mano en señal de saludo,
entendí que sí. Qué ojazos.
Nos dimos un beso y un abrazo, me gustó verla. Pensé en lo
que me había acordado de ella todos aquellos días atrás y sentí entonces la
sensación de que le estaba ocultando algo. «Claro
imbécil que le ocultas algo, no vas a decirle; hola Pecosa Fallera, no creas
que soy un grosero pero desde que te conocí en la cafetería donde trabajas,
llevo matándome a pajas día sí y día también. Llevo tres semanas sin echar un
polvo y me imagino contigo comiéndote el coño en una paellera gigante entre
judías verdes, arroz y garrafones. ¿Te apetece que vayamos al aseo y echemos un
polvazo de esos que luego tiemblan hasta las piernas?»
Descubrí que ella también era una apasionada de los THE SMITHS y lo que es mejor, estaba allí
con una amiga que decía encontrase mal y planteaba irse a casa. Durante unos
minutos la observamos y tratamos en vano de hacerla sentir mejor, Pecosa
Fallera y yo hablábamos de música y de nuestros gustos musicales y yo
—ruinmente—deseaba que su amiga se pusiera mala del todo, nada grave pero que
se fuera a su casa a ponerse buena, a mejorarse y que Pecosa Fallera se quedara
allí conmigo. Comentó que no trabajaba mañana y, cuando le dije lo de la
historia de mis dos entradas, le resultó de lo más casual y original.
Empezó la música y antes de terminar el tema “Miserable Lie” su amiga ya se había
despedido de nosotros y salía por la puerta grande a subirse en el taxi que por
prudencia había solicitado y que la llevaría hasta su casa.
En la barra pedimos un par de cubatas, Pecosa Fallera estaba
muy guapa con sus ojitos brillantes y los coloretes que resaltaban en su cara
como dos manchas rojas producto del alcohol. Ahora parecía de Leitza o del
Valle del Roncal. La tercera canción era “Still
ill”, con esa ambos entrabamos en calor
y ya no sabíamos dónde colocar las chupas y los jerséis que sujetábamos con
las manos. Su camiseta le moldeaba las tetas y a través de ella notaba sus pezones
y yo lo que más deseaba era que me rozara más veces como venía haciéndolo cada
vez que alargaba su brazo para coger el cubata de la barra.
-Oyeeeeee… ¿podíamos dejar esto en algún sitio, que noooo?-
Detalló en mi oreja con su aliento a alcohol refiriéndose a todo el surtido de
ropa que movíamos de brazo en brazo y que ya nos estaba incordiando bastante.
Como yo no había llevado el coche, ella propuso salir fuera
y dejarlo en el suyo. Y allá que fuimos. Siempre recordaré "There Is a
Light That Never Goes Out" como la canción que me atravesó el corazón
justo en el momento en el que entré a la parte trasera de su W. Transporter
equipada para camping. «Qué feliz
sincronía», pensé.
Me quedé prendado de la furgoneta. El interior estaba muy
ordenado, el techo era un enorme dibujo hiperrealista de una mantis religiosa y
unas cajas de madera apiladas metódicamente como en un tetris que hacían la función de muebles en los laterales, todo muy artesanal
y elegante, una cama con su edredón y hasta una nimia cocina muy bien
organizada con todo lujo de detalles.
Con la puerta de la furgoneta cerrada y Pecosa Fallera y yo
en su interior escuchábamos muy bien la música, qué sencillez de momento tan
humilde y placentero.
-¿Estás cómodo? ¿Hacemos un pitillo aquí?- Me preguntó ella
sentada en la cama mientras se descalzaba ante mi sorprendida mirada.
-Estoy de lujo, yo no fumo pero si quieres fuma tú.- Contesté.
Yo también me descalcé, al igual que Pecosa Fallera, y me
senté en posición de indio frente a ella sobre la cama. Su aliento impregnaba
de alcohol el aire, ella empezó a darle caladas a su pitillo y en cuestión de
segundos estábamos compartiendo jugos salivares y metiéndonos las lenguas hasta
la garganta. Separando mi boca de la suya, le pregunté si estaba segura de lo
que quería hacer y su respuesta, entre apretones y besos deslizando su mano
hasta mi entrepierna, fue;
-¿Tienes condones?-
Sentí mi paquete en su mano. No me lo podía creer, Pecosa
Fallera, aquella preciosidad de mujer estaba abrazada a mí buscando con su boca
mi cuello, mis labios, mis orejas, frotándose mi pierna entre sus muslos con
suaves movimientos de cadera y cada vez descubriendo mi tercera y juguetona pierna
que aumentaba de tamaño incontrolablemente.
Yo no tenía condones, esperaba que ella los tuviera.
Mientras ella me desabrochaba los pantalones yo ya tenía mi mano por debajo de
sus leggins y sintiendo la humedad de su entrepierna que parecía un pozal de
agua filtrándose por el tanga. Con mis dedos hurgué suavemente su clítoris,
ella ya tenía mi cimorro en su mano dándole a la zambomba y sin ser navidad. Estaba
deseando meter mi lengua en su vagina, ponerla a mil. La miré a ella abrazándola
con fuerza y miré la mantis del techo, escuchando el tema “Meat is murder” que se colaba en el interior de la furgoneta mientras
me desnudaba, aquello, para mí, era lo más parecido al paraíso y Pecosa Fallera
que ya estaba desnuda contorneaba su pecoso cuerpo sobre mí susurrándome con la
respiración de una loba excitada, una y otra vez;
-Fóllame, fóllame. Quiero sentirte dentro, fóllame.-
Abrazados bajo el edredón, pensé en los condones que no
tenía y pensé que mi abstinencia sexual iba ya por tres semanas, « ¡a la mierda los condones!». Follando,
ambos gemíamos de placer, mi ciruelo estaba ardiendo y después de un rato pensé
que como siguiera comiéndomela así me iba a dejar seco antes de tiempo. Saqué
mi lengua de sus marismas y ella hizo lo mismo con mi palote. Nos tumbamos
abrazados hurgando con las manos nuestros sexos. Pecosa Fallera estaba sobre mí
lamiéndome el cuello, mordiéndome las orejas y buscando con movimientos de su
cadera la postura ideal para meterse mi polla, ésta entró suavemente como un
ratón en su agujero de queso de bola, Pecosa se incorporó para quedarse sentada
sobre mí y empezó a botar como una loca, gimiendo de placer, excitadísima tanto
como yo y soltando el aire entre sus dientes mientras, resoplando, se mordía el
labio inferior y entre su gemir lobezno estaba yo, cogiéndola con fuerza por su
cintura. A ratos la cogía de su culo para apretarla más hacia mí después manoseaba
sus preciosos pechos pecosos de fallera apretando sus pezones que parecían dos alubias.
Cogiéndola por la cintura marqué el ritmo para evitar de nuevo vaciarme dentro
de ella, su cabeza se inclinaba hacia delante y hacia atrás y sus ojos completamente
en blanco marcaban un orgasmo venidero, después volvía a gemir de placer con la
respiración entrecortada, su cuerpo se sacudía entre gritos, alaridos y
espasmos que evidenciaban el inminente orgasmo;
-Córrete dentro, venga, córrete dentro.- Me gritó.
-¿No jodas? Exclamé sorprendido, pero mi excitación sobrepasaba
los límites impidiéndome pensar en las consecuencias y si lo pensé, a ciencia
cierta, se llamaría Postinor, la
marca abortiva odiada por la secta del Opus.
Era tal el grado de excitación por mi parte que no tuve
miramientos en hacerle caso y vaciar
doscientos millones de espermatozoides dentro de ella, los dedos de mis
pies se encogieron del placer que sentí en ese momento y note que casi me
desmayo. Ella después de estar un rato abrazada a mi cuerpo, se incorporó más
tranquila y se situó sentada sobre mí dándome la espalda. Ahora éramos dos
cuerpos sudorosos follando sin tabús, se la volvió a meter y de nuevo empezó a
mover su cintura colocando mi mano en su coño para que le diera más placer mientras
no paraba de gritar y estando en su centro se dejó caer para atrás mientras, entre
espasmos, se vaciaba entera. Quedó tendida a mi lado y cuando se recuperó, deslizó
su cuerpo para abrazarme con fuerza. Allí, al cabo de un rato nos preguntábamos con
miradas cómplices y risas si habría terminado ya el concierto.
Con papel higiénico se limpió, se encendió el pitillo que
dejó en el cenicero y le dio unas caladas, se puso el jersey y pasando por
encima de mí llegó con lo puesto al asiento del piloto. Mi cabeza estaba de
espaldas a ella pero escuché las llaves e imaginé que nos pirábamos del nido,
ignorando adónde me llevaba.
-Agárrate que vienen curvaaaaaas, el concierto ha terminaadoooo.- Dijo
riéndose, volviendo a alargar las vocaaaales y metiendo suela a la furgoneta.
-¿Me llevas al huerto?- Contesté entre carcajadas mientras me
limpiaba también con el papel higiénico.
Tomamos la carretera que va a Francia monte arriba, ella no
trabajaba el fin de semana y yo ya no tendría que ir el domingo a ver la
furgoneta que vendían. Estaba dentro de ella, Pecosa Fallera era la chica que
puso el anuncio en el periódico. Fue una grata sorpresa para ambos y hasta
creímos que era cosa del destino.
« ¿El destino? ¡Puto imbécil! Si hubiera sido
un poco menos estúpido, ahora no estaría donde estoy.» Os explico…
Sin rumbo fijo nos movíamos con la furgoneta, era de noche y
habíamos pasado diferentes pueblos en los que la vida sólo la daba algún que
otro corzo que cruzaba la carretera y las luces anaranjadas de unas contadas
farolas que servían como alumbrado público de los pequeños pueblos; Garralda,
Jaurrieta, Excaroz, Otxagabia y así hasta cruzar la muga y aparcar en Larrau, habíamos
llegado a la región francesa de Aquitania.
Con la furgoneta aparcada en una calle de Larrau cercana a una
fuente, Pecosa Fallera y yo tapados con el edredón conversamos, bajo la vista
de la mantis del techo, sobre nuestras vidas y también satirizamos sobre el asesino silencioso soltando alguna que
otra carcajada y aunque parecía que no cabía esa posibilidad de que nos tocara,
por otro lado ambos no nos conocíamos, éramos dos desconocidos compartiendo
cama, perdidos en los montes. Yo bromeé con ella, pero la vi nerviosa y dejé
las bromas de mal gusto para otro momento y así buscando la forma de acomodar
mutuamente nuestros cuerpos nos quedamos profundamente dormidos, abrazados como
dos tortolitos. Yo por si acaso me mantuve en una fase del sueño que no se
completaba del todo, más que nada algo me decía que no me fiara de ella,
imagino que a ella le pasaría lo mismo conmigo, dada la situación de terror
social que se vivía, era inevitable.
« ¿Podía darse el caso
de que fuera ella la asesina?» Joder, qué paranoia, llegué incluso a sentir
momentos con una ligera ansiedad que me oprimía el pecho y me abría los ojos.
Amaneció y Pecosa Fallera
no hizo ni despertarme pero noté que me besó la mejilla. Imaginé, cuando salió
de la furgo, que su intención era asearse un poco en la fuente y dar una vuelta
matutina por el pueblo, encontrar allí una farmacia en la que comprar Postinor quedaba muy lejano, confiaría
en su regla o en su instinto de mujer. Antes de salir dejó sobre la cocina algo
que sacó de uno de los cajones. Me quedé solo en la furgoneta. Cuando se marchó
abrí los ojos observé a la mantis y matando el tiempo pensé desvariando;
« ¿Y si ella fuera de
verdad la asesina? ¿Y si ahora estuviera tramando cómo quitarme de en medio? Eso…
eso… eso que hay ahí encima ¿no es un puto cuchillo? ¡Ayy joder! Ahora entiendo
lo de la mantis; Mantis Religiosa, animales solitarios excepto en la época de
apareamiento en la que la hembra se zampa al macho. Mierdaaaa!»
Me vestí con intención de salir corriendo de allí cuando la
puerta de la furgoneta se abrió, Pecosa Fallera entraba feliz y sonriente
deseando darme una buena noticia y desayunar juntos; «me cae bien, quizás sea el comienzo de una bonita historia», pensaba
ella.
En su mano llevaba unas flores, una bolsita de la farmacia con
el postinor abortivo en su interior y el diario Gara con la buena noticia.
-Asesinaaaaa!!!- Grité enfurecido a la vez que, por primera y
última vez en mi vida, sacaba de mi interior al policía que todos llevamos
dentro. Golpeé insistentemente su cabeza con una cacerola que había sobre la
cocina. Quedó tumbada en el suelo y huí de la furgoneta corriendo despavorido y
gritando por el pueblo;
-La he cogido, acabo de coger al asesino silencioso. Que alguien llame
a la policía!! Que le he cogido-. Grité ido por aquel pueblo, ante la incrédula
mirada de los paisanos que me observaban con desconcierto. Temblando entré con
los nervios a flor de piel en lo que parecía una pequeña tienda y continué a lo
mío; gritando, cual poseso loco, ante las pasmadas miradas de quienes allí se
encontraban.
Paré de gritar cuando vi la portada de toda la prensa del
día expuesta a la venta sobre un alargado mostrador:
ATRAPADO IN
FRAGANTI EL ASESINO SILENCIOSO.
El tiempo se paró como en la vetusta cafetería de Pecosa Fallera pero
por más que quisiera no pude mover al tiempo, retroceder unos minutos
solamente.
Corrí hacia la furgoneta pero jamás llegué. En segundos mi cara encontró el suelo, empujado
por algo caí al suelo, un tipo vestido de verde engrilletaba mis manos a mi
espalda, la vida no pasaba, parecía que se había detenido pero realmente el que
estaba detenido era yo. Una ambulancia del 112 se llevaba a Pecosa Fallera y yo
que jamás haría daño a una mosca lloré como nunca maldiciendo al madero que
vive en nuestro interior.
Pecosa Fallera sobrevivió pero
nunca me perdonó lo que allí sucedió, dicen que todos llevamos en nuestro
interior un policía, todos no. Mi abogada me ha dicho que Pecosa Fallera lleva
dentro una criatura a la sin duda que nunca conoceré. Desde mi celda cuento los
días viendo las nubes y por los pasillos del módulo de aislamiento me cruzo con
el que antaño fuera mi mejor amigo; Despistado, el asesino silencioso.
Abro los ojos y me encuentro
aturdido, creo que el sol de la playa de Mutriku me ha debido de sentar mal, ¿he
tenido una pesadilla?
«Que ostias tío!! No es época de sandias y mucho menos de hacerse el
héroe…»
excelente Manu, me ha gustado mucho.
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