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lunes, 3 de marzo de 2014

El Día Que Crucé El Umbral De No Retorno.



Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños.
De examinar con atención la vida real,
de confrontar nuestra observación con nuestros sueños,
y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía.
(Vladimir I. Lenin)



          

    …y como si una voluntad recóndita empujara mis piernas, subí las escaleras. Aquellas que, como el tiempo y sus años, me hicieron envejecer y morir un poco más.
Todavía hoy no entiendo por qué volví a situarme frente al portalón. En aquel momento —ante el umbral— mis manos violentaron nuevamente, con cierta carga de nerviosismo, los bolsillos de mi pantalón, rebuscaban entre ellos la solución, ¿un recurso? o quizás el billete para escapar del escenario en el que, por momentos, me estancaba como el puto actor principal de la película más misógina y angustiosa. Mi abrigo no se quedaba atrás y era también saqueado por mis manos inquietas y ante el desacertado examen, mi ansiedad se convertía en soplos de aire que salían de mi boca llevándose por delante mis labios caídos, flojos y lacios, dejando entreoír un leve silbido entre la comisura de éstos.
Inducido por aquella jodida situación, pensé en lo “no posible”; robar al tiempo sólo unos minutos, volver atrás en el espacio tiempo. Sí, mi subconsciente lo pedía a gritos; —sólo unos minutos, joder—.
Podía haberme ayudado de un martillo, sentirme como el indeseable Alexander Pichushkin golpeando incesablemente el jodido acceso y luego gritarle al tiempo eso de; — ¿ves hijo de puta, como he podido?—. El revolucionario placer de destruir, lo llamaría yo.
Pero no. Abatido, nadando entre obtusos pensamientos tiré de móvil y llamé a un cerrajero. Creo que fue lo más coherente que hice en aquellos primeros siete meses tras volver a nacer.

La próxima vez que cruce esa antagónica puerta, espero que las llaves no se olviden de mí.

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