Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños.
De examinar con atención la vida real,
de confrontar nuestra observación con nuestros sueños,
y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía.
(Vladimir I. Lenin)
Todavía hoy no entiendo por qué volví a situarme frente al
portalón. En aquel momento —ante el umbral— mis manos violentaron nuevamente, con
cierta carga de nerviosismo, los bolsillos de mi pantalón, rebuscaban entre
ellos la solución, ¿un recurso? o quizás el billete para escapar del escenario
en el que, por momentos, me estancaba como el puto actor principal de la
película más misógina y angustiosa. Mi
abrigo no se quedaba atrás y era también
saqueado por mis manos inquietas y ante el desacertado examen, mi ansiedad
se convertía en soplos de aire que salían de mi boca llevándose por delante
mis labios caídos, flojos y lacios, dejando entreoír un leve silbido entre la
comisura de éstos.
Inducido por aquella jodida situación, pensé en lo “no posible”; robar al tiempo sólo unos
minutos, volver atrás en el espacio tiempo. Sí, mi subconsciente lo pedía a
gritos; —sólo unos minutos, joder—.
Podía haberme ayudado de un martillo, sentirme como el
indeseable Alexander Pichushkin golpeando incesablemente el jodido acceso y
luego gritarle al tiempo eso de; — ¿ves
hijo de puta, como he podido?—. El revolucionario placer de destruir, lo
llamaría yo.
Pero no. Abatido, nadando entre obtusos pensamientos tiré de
móvil y llamé a un cerrajero. Creo que fue lo más coherente que hice en
aquellos primeros siete meses tras volver a nacer.
La próxima vez que cruce esa antagónica puerta, espero que las
llaves no se olviden de mí.
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