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sábado, 3 de mayo de 2014

Vidas Ejemplares.


                 Parecía un vendaval, el puto sonido estridente de aquel despertador simulando ser un gallo llegó a meterse violentamente en sus oídos antes de alcanzar a apagarlo. Era la duodécima vez que miraba la hora en las siete que ocupó su cama. Sin encender luz alguna se dirigió a ciegas, palpando con la mano sobre la pared hasta llegar al baño donde orinó; primero fuera y luego dentro y, tras encender la luz, se miró al espejo, sus ojos medio cerrados y en sangre viva le recordaron un ratón blanco de laboratorio, se acercó algo más a su reflejo, de perfil su tripa le producía un asco imperdonable, estaba empalmado y se rascó las pelotas fijándose en las muecas que le obsequiaba al espejo con su cara; un simio madrugador de treinta y cinco años. Frunció el ceño, sonrió, gesticuló mostrando los dientes y sacó la lengua al espejo olvidando que el tiempo pasaba, que los autobuses llegan y se van, la ciudad se despierta y él se deja llevar por los lazos del día anterior en los que el imán del tedio conserva una inducción magnética que lo arrastra impasible, nuevamente hasta la cama.
Hoy es su primera entrevista de trabajo tras muchos años pateando dudosas ofertas de empleo en las que por muy adelantado que llegues a ellas siempre te mantienes —como un campeón— entre el quingentésimo y el milésimo y nunca llegas a acceder siquiera a la mísera oportunidad de dar un paso más allá de dejar el currículum a la chica amable que de forma autómata atiende por igual a todos los futuros candidatos mientras aguarda impaciente que termine su jornada porque sabe que realmente no hay oferta de empleo como tal, que está ejerciendo un papel porque el puesto está más que adjudicado a Esteban, un candidato con una afiliación sindical concreta.
Sí, hoy a las nueve de la mañana tiene una entrevista de trabajo para un puesto de afilador de cuchillos y el día de antes dejó preparado sobre una silla alguna de sus mejores ropas, una camisa sport que compró para ir a la boda de Carlos y Esteban, dos amigos que se ganaban la vida sirviendo cócteles en un disco pub de Chueca antes de confesar que no eran gays, tras descubrir Carlos que combinando una buena recomendación con algo de favoritismo y una afiliación política concreta tendrían un parné remunerado y una serie de privilegios de los que el lumpen no goza, todo bien y al año se divorciaron. También sus mejores pantalones descansan sobre aquella silla, unos que sólo usó una vez cuando había quedado en casa de Isabel para cenar juntos, aquella noche se presentó en casa de la susodicha ataviado con gorra plana, collares de alta bisutería imitación oro y pantalones nuevos, sujetando en una mano una flor amarilla y blanca que había quitado de una maceta del rellano cuando subía por el tercer piso, en la otra una botella de Whisky, en el bolsillo de la chaqueta guardaba una ristra de condones que había robado en el supermercado de abajo. Evidentemente Isabel, a la que en el polígono llaman La Choni Romántica, al ver las intenciones de semejante simio zanjó la cita con un natural; “vete a la mierda” y con su Iphone de última generación llamó a su amiga La Charo para comer juntas las pizzas Casatorroella que había calentado en el microondas para cenar con el «pringao» de los pantalones nuevos.
Nuestro amigo se despereza en sus recuerdos retorciéndose entre las sábanas y saca su cabeza de debajo de la almohada disponiéndose a mirar la hora, hoy a las nueve de la mañana tiene su entrevista de trabajo pero ya son las dos de la tarde.
Acordándose que a las siete en la tele hay partido de fútbol, pone un disco en su Ipad de última generación; «Top 10 mejores canciones de reggaetón» y para hacer hambre se enciende una chusta mientras recrimina a su madre, viuda de sesenta años y recién llegada de ganar cuatro putos duros fregando escaleras, por no haberle preparado aún la comida.
Ella piensa todos los días, mientras afila el cuchillo con el que descuartizará al pollo que va a poner para comer, cavila. Cavila pero no demasiado no sea que se dé cuenta que su niño pequeño tiene ya treinta y cinco años.
                                                                          (Para mi amiga Karen Manzur, por la idea. Gracias!)

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