Lamía el color de sus ojos,
con su sangre encebollada y
sus senos horneados a fuego lento.
Continuó masticando acelerado,
al compás de su apetito
y sin apenas una mueca de horror
que se desdibujase tras de sí;
era ella dulce, jugosa,
apetitosa.
Él un sin corazón, un huido de la
ley
ella, una morcilla burgalesa,
jamás volvió a ser la misma
y él, huía sin dejar rastro
alguno;
por tercera vez, había vuelto a comerse
a su amiga imaginaria.
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