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viernes, 9 de septiembre de 2016

De los huesos la mugre, de los ufanos la ponzoña.



"Siempre repetía la misma cantinela. A decir verdad, nunca me había sorprendido con otra cosa que no fuese un poema. Su vida y su historia lo eran, sus manos, su pelo oscuro repleto de hojas secas a la orilla del río, su boca o sus grandes ojos marrones, todo era poema en ella. Lo era hasta su forma de escribir, tenía una grafía muy especial, sobretodo cuando plasmaba sus poesías con un alfiler de cabeza redonda en los muros de las paredes que la aprisionaban desde aquel septiembre de 1.936 en el que su madre decidió que las monjas se hicieran cargo de ella. Esta es parte de su historia, la historia de Leonor:"


Había ocurrido el golpe de estado contra la legítima República y eso repercutió casi de manera sistemática en la vida de millones de personas, la familia de Leonor era una más que encarnecía el implacable guarismo de personas y números.
Sus padres eran analfabetos, por aquel entonces un veinticinco por ciento de la población lo era.
En las faldas de Sierra Morena un pueblo, y en su plaza un pozo común y una fuente de agua fresca abastecían de agua a vecinos y viajeros. Cada mañana mientras las mujeres lavaban la ropa entre cantinelas, Leonor llenaba su cántara y la de todas sus vecinas y éstas cuando podían disponer, la gratificaban con lo que su humilde vida les permitía; unos granos de maíz, unos garbanzos o alguna que otra patata.
Sus cinco hermanos eran menores que ella, varones. Se pasaban el día jugando al fútbol con una vejiga de buey hinchada o cazando abubillas que luego cambiaban por miel o un poco de aceite usado e inventando mil travesuras en el río, Leonor echaba en falta una hermana que la ayudara en las tareas de casa.
Con el golpe de estado, aquella misma mañana, llegaron al pueblo muchos soldados, algunos vestían ropa militar, otros en cambio ropa de calle pero todos portaban correajes cargados de balas y fusiles al hombro. Algunos montaban a caballo, eran altos rangos militares, sublevados que se concentraron en la fuente y que la utilizaron como abrevadero, todos ellos se mostraban inquietos.
Se presentaron como garantes de la seguridad, mintieron. Dijeron que la República había terminado y que ahora ellos llevaban las riendas del país, se comprometieron públicamente que nada les harían, sólo pretendían conocer el paradero de Tomás el zapatero y del maestro Zacarías. Nadie dijo nada, todas permanecieron calladas, cabizbajas.

Se hicieron unos minutos de silencio. Bajo el mes de agosto en el pueblo el sol era abrasador, tan sólo se percibía el bufar de algún caballo, el canto de las chicharras sobre los seis árboles que daban sombra al pozo y el chorro del agua fresca de la fuente.
Uno de los mandos bajó del caballo y acercándose al venero, espetó con furioso ademán;
— ¿Alguna de vosotras sabe leer?—
Las mujeres cabizbajas se miraban recelosamente. Una voraz incertidumbre y miedo cargó la calurosa mañana. En las casas encaladas, las ventanas dejaban entrever siluetas que escondidas observaban con sigilosa discreción, en otras en cambio se cerraban los postigos sin apenas hacer ruido.
Tras unos momentos eternos Leonor, retraídamente, rompió el silencio sin saber que en ese momento su vida cambiaría para siempre;
   Yo, yo sé leer señor.
    ¿Ah, sí? ¿Y cuántos años tienes muchacha?—
    Quince, tengo quince años. —
    ¿Y quién te ha enseñado a leer a ti? —
Aquella pregunta le hizo un nudo en la garganta y el miedo se apoderó de ella.
Silencio.
   Za… Za… Zacarías lo hizo señor. — Titubeó en voz baja.
El mando militar sonrió para luego acercarse furioso a ella, la miró de arriba abajo, extendió el brazo hacia su barbilla y cogiéndosela le alzó la cabeza, la miró fijamente a los ojos, entonces giró su cabeza hacia los soldados;
   A esta furcia cogedla y llevadla al ayuntamiento. —
   Tú me vas a decir dónde está el rojo ese, ¿verdad niña? Y si alguna de vosotras sabe dónde para Tomás el zapatero tiene hasta la puesta de sol para decirlo, de lo contrario, seréis responsables de lo que ocurra en este pueblo. — 
Sentenció enfurecido el alto militar soltando violentamente la barbilla de Leonor haciendo que  su pelo oscuro le tapara parte de la cara.
Ordenó a sus hombres retirarse de inmediato al ayuntamiento. Allí era donde, horas antes, habían improvisado su cuartel general.

Dos días pasaron desde entonces y en el pueblo se respiraba otro ambiente, el pozo y la fuente estaban solitarios, vacíos estaban también los corazones de los padres y hermanos de Leonor pues desconocían la suerte que podía haber corrido su hija.
 En la tapia blanca del cementerio el tiempo se había detenido. Entre moscas yacían dos cuerpos cosidos a balazos que los altos cipreses ni siquiera alcanzaban a darles sombra. Se trataba de Tomás y Zacarías, el zapatero y el maestro como cariñosamente les conocían en el pueblo. Habían dado con ellos. Sus delitos habían sido servir a la República mediante el trabajo. No tuvieron juicio alguno.
Pocos vecinos se veían por las calles y los que se veían lo hacían con temor.
El pueblo se empezó a quedar vacío y largas hileras de familias emprendieron una forzada marcha prácticamente con lo puesto. Huían en zapatillas del miedo a lo ignoto, de las ráfagas nocturnas o de las preguntas sin respuesta, pero verdaderamente de quienes huían era de aquellos desconocidos que días antes preguntaban por Zacarías y Tomás. Esas familias, sin saberlo, ya formaban parte del éxodo masivo que sacudía España aquel verano de 1.936.
El padre de Leonor era jornalero, no tenía cultura ni ideología alguna pero tenía la piel negra como el carbón y sus manos castigadas por el duro trabajo. Lo reconoció una vecina cuando vio su cuerpo tirado de manera antinatural en medio de la calle. Se había dirigido al ayuntamiento para interesarse por el paradero de su hija.
Leonor apareció aquella noche en su casa, le habían cortado el pelo, tenía la cara hinchada y llena de golpes, sus ropas habían sido arrancadas con violencia. No hablaba, su mirada estaba perdida. Esa misma noche bien entrada la madrugada su madre y sus cinco hermanos decidieron partir con ella y cargados de angustia abandonaron el pueblo. También partieron con lo puesto y tras varios días
 trajinando fragosos caminos sierra a través, llegaron exhaustos a la puerta del convento en el que residía la tía de Leonor, sor Jimena. Pidieron cobijo, por un día se les concedió. A la mañana siguiente debían partir.
Leonor presentaba muy mal aspecto y fue considerada por el resto de monjas que decidieron hacerse cargo de ella. La madre de Leonor se abrazó a ésta llorando y con un “volveré”, se despidió ante la indiferencia que mostraba Leonor debido a su situación.


Los años pasaron y ni mi abuela ni mis cinco tíos volvieron al convento a por mi madre. Ella me contó que su tía, Sor Jimena, antes de morir, le dio un sobre remitido por mi abuela desde el puerto de Alicante, desconozco quién pudo escribir dicha carta pero en ella detallaba que en los últimos días de la guerra esperaba junto a cientos de personas más a unos barcos franceses que les sacarían de España junto a tres de mis tíos, los otros dos habían fallecido por unas diarreas. Yo sé que esos barcos franceses jamás llegaron al puerto de Alicante y que la mayoría de esa gente que esperaba en Levante a los barcos, fueron fusilados o conducidos por los falangistas a campos de concentración como el de Albatera.
Mi madre durante su estancia en el convento me tuvo a mí, un hijo bastardo engendrado a la fuerza por aquellas bestias en el ayuntamiento. Y allí en los muros del convento me crió, solíamos salir a bañarnos al río y recuerdo cómo me enseñaba a leer y a escribir sentados bajo la sombra de los chopos,  la recuerdo con su alfiler de cabeza redonda escribiendo poesías en aquellos muros que tanto la aprisionaban. Recuerdo también que a los pocos años de fallecer mi tía Jimena pudimos salir de allí y con una recomendación llegamos a Madrid a una casa en la Gran Vía, allí permanecimos durante varios años sirviendo a los señores de la casa hasta que mi madre decidió que ya tenía suficiente dinero guardado para poder alquilar un modesto piso y mudarnos.
Han pasado muchos años pero jamás olvidaré aquellas palabras de mi madre Leonor. Aquellas palabras que siempre expresaba;
“De los huesos la mugre, de los ufanos la ponzoña.”







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