Baudelaire, Mallermé, Verlaine, Corbiere, Rimbaud |
“Veía el reverso de la sociedad,
las llagas de la humanidad,
y las espantosas máquinas que hacen mover este mundo”.
(Memorias de Ultratumba. François-René
de Chateaubriand)
Los
señores de la guerra conquistaron a la muchedumbre y se despojó de todo patrimonio
cubriendo de mierda sus sueños de libertad. Por aquel entonces, Georges
Braque ya tomaba café a orillas de la Bahía de Anthéor. Se despidió de “les fauves” y abrazó al cubismo
analítico porque le prometió una vida rodeada de imperfecciones.
Una densa niebla negó la luz a los
diminutos ojos de aquel extraviado publico fauviano que recogía sus parasoles
de la Belle Époque para revenderlos en un viejo mercado
bouquinista de la orilla izquierda del Sena, donde descubrieron a grandes
escritores malditos, Verlaine, Baudelaire o Rimbaud entre otros.
Sí, era otoño en la capital del Sena y
aunque Allen Ginsberg aún no había llegado, Oscar Wilde fallecía en una inmunda
y oscura calle del arrabal parisino sin recitar a Hamlet, y es que si no
hubiera luces que
se apagan, las luces que se
encienden no alumbrarían, Antonio Pochía lo explicó mejor.
Se
hizo oscuro en Le Havre. Y al
canal de la Mancha fueron llegando para apagarse todas aquellas luces que algún
día alumbraron Saint Germain y el Boulevard Saint Michel, las
luces de aquellos escritores olvidados, las de los viejos vendedores de libros
y postales que iluminaron los silencios respetados hasta por las ratas.
Victor Hugo, visiblemente auspiciado
por su destierro, pasea de la mano de Juliette Drouet la felicidad de estar
triste. Es una tarde tranquila en Jersey donde olas y gaviotas rompen el
silencio de una isla que perpetúa viejas historias de corsarios y donde se forjó
aquella obra que hoy descansa en bibliotecas.
En otro tiempo y en otro lugar, Neal Cassady se
topa con su último suicidio en la última línea del ferrocarril. Nunca
hayaría su bolsa mágica. Llora Allen Ginsberg leyendo a su predecesora Emily
Dickinson.
Acopiando lecturas creo que en la
literatura la obsolescencia programada no es más que un paraíso artificial entrando
por el brazo de William Burroughs.
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