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viernes, 20 de marzo de 2020

Obsolescencia programada. Ese paraíso artificial que entra por el brazo de William Burroughs

Baudelaire, Mallermé, Verlaine, Corbiere, Rimbaud


“Veía el reverso de la sociedad,

 las llagas de la humanidad,

y las espantosas máquinas que hacen mover este mundo”.
(Memorias de Ultratumba. François-René de Chateaubriand)




Los señores de la guerra conquistaron a la muchedumbre y se despojó de todo patrimonio cubriendo de mierda sus sueños de libertad. Por aquel entonces, Georges Braque ya tomaba café a orillas de la Bahía de Anthéor. Se despidió de “les fauves” y abrazó al cubismo analítico porque le prometió una vida rodeada de imperfecciones.
Una densa niebla negó la luz a los diminutos ojos de aquel extraviado publico fauviano que recogía sus parasoles de la Belle Époque para revenderlos en un viejo mercado bouquinista de la orilla izquierda del Sena, donde descubrieron a grandes escritores malditos, Verlaine, Baudelaire o Rimbaud entre otros.
Sí, era otoño en la capital del Sena y aunque Allen Ginsberg aún no había llegado, Oscar Wilde fallecía en una inmunda y oscura calle del arrabal parisino sin recitar a Hamlet, y es que si no hubiera luces que se apagan, las luces que se encienden no alumbrarían, Antonio Pochía lo explicó mejor.
Se hizo oscuro en Le Havre. Y al canal de la Mancha fueron llegando para apagarse todas aquellas luces que algún día alumbraron Saint Germain y el Boulevard Saint Michel, las luces de aquellos escritores olvidados, las de los viejos vendedores de libros y postales que iluminaron los silencios respetados hasta por las ratas.

Victor Hugo, visiblemente auspiciado por su destierro, pasea de la mano de Juliette Drouet la felicidad de estar triste. Es una tarde tranquila en Jersey donde olas y gaviotas rompen el silencio de una isla que perpetúa viejas historias de corsarios y donde se forjó aquella obra que hoy descansa en bibliotecas.

En otro tiempo y en otro lugar, Neal Cassady se topa con su último suicidio en la última línea del ferrocarril. Nunca hayaría su bolsa mágica. Llora Allen Ginsberg leyendo a su predecesora Emily Dickinson.

Acopiando lecturas creo que en la literatura la obsolescencia programada no es más que un paraíso artificial entrando por el brazo de William Burroughs.

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