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miércoles, 8 de abril de 2020

Entre los dedos




Ilustración:Luis Scafati



Gregorio Samsa despertó esa mañana con el profundo deseo de ser entomólogo. A sus veintitrés años era una persona que apenas tomaba el sol, su solitaria vida transcurría entre cuatro paredes y una ventana que daba a un oscuro patio de luces. Contaba achaques y problemas con los dedos de las manos y nunca le sobraban dedos. Obsesionado por ello, llegó a abstraerse en una de sus inescrutables teorías:
—Si ocupo los cinco dedos de cada mano en contar mis achaques y problemas, bastará con amputarme ambas extremidades para terminar con esta horrible obstinación —. Una absurda teoría que, por suerte para él, jamás llegó a concluir.
Desde que la familia de Samsa lo estableciera abandonado en aquella inmunda pensión del barrio de Sachsenhausen, Gregorio había sentido una especial atracción por Gertrudis Hans, la señora que regentaba aquel antro donde, cuarenta años atrás, Emilio el que fuera su marido, desapareció para siempre con Leonor, una prostituta esquizofrénica y politoxicómana. Gregorio Samsa está convencido de que en aquellos tiempos la señora Hans sería un sueño.


Ilustración:Luis Scafati
Silenciosa cae la noche y en la soledad de su diminuto apartamento, la señora Hans bebe whisky barato y utiliza una Güija con la que cree contactar con su marido quien, según los espíritus, falleció atropellado por un tranvía mientras deambulaba borracho y enfermo de sífilis por una céntrica calle de Frankfurt. Cuando la señora Hans está consumida por el alcohol, lanza al aire gritos y jadeos sin sentido como si Emilio los escuchase desde la humedad de su tumba, y así hasta que cae vencida y con su hígado cada vez más deteriorado.
Por otro lado, las noches para Gregorio Samsa son como un clavo ardiendo atravesando su estómago. Vuelven a él oscuros fantasmas y los terribles espasmos y visiones que acentúan la metamorfosis de la que es víctima. Convertido en un ser despreciable, huidizo y atemorizado que confía cada mañana en despertarse convertido en lo que un día fue, antes de que todo esto ocurriera: un humilde comercial del sector textil.
Gregorio Samsa despertó esa mañana con el profundo deseo de ser entomólogo, pero se dedicó a releer el único libro que poseía: “El jardín de los cerezos”. Chejov le traía buenos recuerdos de su infancia. 
Ilustración:Luis Scafati



Había un silencio poco habitual en la pensión. En el piso de abajo la señora Gertrudis yacía desnuda, tumbada en el baño, ahogada desde la noche anterior en su propio vómito.
Desde el tragaluz, Samsa cree escuchar el violín de su hija Grete, pero son sirenas de policía y ambulancia. Ajeno a este circo macabro, Samsa tiene miedo de sentir miedo. Se humedece una de sus extremidades y pasa página.



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