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miércoles, 14 de octubre de 2020

Nunca acepto nada de desconocidos

 

Había sido un día de mucho trabajo, era viernes y el cansancio semanal hacía mella en mí. Fuera hacía un frío de narices y los últimos metros que distaban del coche hasta el portal de casa los salvé corriendo.

Mierda, no las llevaba encima y caí en la cuenta que por la mañana las debí dejar olvidadas sobre la mesa de la cocina. Pulsé varias veces el timbre pero en casa no había nadie. Ya ni me acordaba, mi compañera asistía a uno de esos simposios de artistas frikis e iba a estar todo el día fuera. A grandes zancadas volví nuevamente hasta donde dos minutos antes había dejado aparcado el coche. Dentro de él guardaba otro juego de llaves, ocasionalmente siempre viene bien.

Dentro del portal noté ese calor cálido y acogedor que desprenden esos habitáculos modernos llamados de bioconstrucción. El ascensor no tardó en llegar, y dentro había una mujer de unos cincuenta años, alta, tez blanca, pelo rubio de bote, vestida con elegancia, desprendiendo un agradable aroma que supuse un perfume de esos caros. Nunca habíamos coincidido por lo que dudé si seríamos vecinos. Me aparté para dejarla salir.

– ¿Sale? –Pregunté amablemente.

– ¿Subes?–Contestó ella. Inmutable, fría.

– Sí, voy al noveno ¿y usted? 

Silencio. Silencio frío e impasible, como quien tenía ante mí. 


Extrañado por aquella actitud de indiferencia, pulsé el botón número nueve a la vez que ella sacaba un paquete de chicles de su bolso y la puerta del ascensor se cerró. Tras introducirse uno en la boca me ofreció otro. Quizá fuese una manera de romper el hielo producido segundos antes pero lo rechacé agradecido porque los chicles no me van. El ascensor pareció detener el tiempo y para cuando salí ya tenía en mis manos varios folletos informativos de los Testigos de Jehová y un chicle de fresa en mi boca.

Nunca jamás he vuelto a oler un perfume como aquel.

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