"Sigue tu luz interna de luna; no ocultes la locura".
Allen Ginsberg.
Se quitó las Rayban
y entendí que no quedaban
ojos más tristes
que los suyos.
Cargué mi losa con su aflicción.
Su desidia no abrazaba mis
canciones
ni de amor ni de deseo,
ni la remota complicidad
del tiempo de las cerezas.
¿Su interior?
huero, sin mesura.
Mirada ausente,
poesías disecadas.
Dime mi nombre,
se lo regalé a Ginsberg.
Ese libro de Sylvia Plath
me lleva al punto de partida,
el puto laberinto
donde todo empezó.
Espero, desespero
pinto frases hueras
en muros de castillos de arena.
«Te busqué hasta en Groenlandia»,
le dije,
pero Añoranza siempre sonríe
–cuando decaigo sobre ella–
y me abraza, no deja que me vaya.
Soy como Periclís Yanópulos
autoinvitándome a Ítaca;
“Tranquilo, Manu,
es Ítaca y no duele”.
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