”Vivir
es ser otro.
Ni
sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió:
sentir
hoy lo mismo de ayer no es sentir,
es
acordarse hoy de lo que se sintió ayer,
ser
hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue vida perdida.”
(Fernando
Pessoa. Aforismos.)
Antes
de poner pies en el andén ya había vislumbrado, entre la multitud, el delgado rostro
y la prominente mandíbula de mi gran amigo Sébastien, un viejo combatiente
francés que ocupó un cargo de funcionario en la República Soviética durante los
años cincuenta y sesenta. Agarrado a su bastón sonreía mientras me acercaba a
él y tras un largo y afectuoso abrazo nos dirigimos hasta su coche situado a dos
manzanas de la Estación de tren de Bordeaux-Saint-Jean-.
Yo siempre digo que Sébastien es como un joven octogenario, antiguo
miembro del Ejército Rojo que durante su estancia en el país soviético se
mostró duramente crítico con las políticas reformistas de Jrushchov, éstas le
llevaron a ser expulsado del país, volviendo a fijar su residencia en Francia.
A pesar de su avanzada edad no hay que sumarle ningún mal y su flamante Citroën
Sapo es una especie de cápsula del tiempo, si miro en su interior es como
volver a ser pequeño y en cuanto lo hago a través de la ventanilla, la
podredumbre moderna de una ciudad renacentista y casi desconocida para mí
golpea mis entrañas recordándome los motivos y razones por las que he vuelto hasta
aquí.
Del casco viejo de Bordeaux me gusta casi todo, sus
edificios con sus tejados típicos, el envejecido y característico olor de una
ciudad que mana del silencio de los viñedos rozados por la brisa y hasta la colorida
tienda de frutas ecológicas de Haitza, otra gran amiga, francesa de adopción
pero soviética de origen, de madre catalana y padre francés que partieron en
1942 con las Brigadas Internacionalistas con destino a la República Soviética para
defender Stalingrado y allí nació Haitza. Gracias a ella conocí el lugar dónde
se disimulan los sueños tras despertarnos. Escuchar narrar las historias de sus
padres con esa nostálgica descriptiva mezcla de acento francés y moscovita siempre
me ha producido un sentimiento tan sutil del que no llegaba a apreciar su
interpretación, con el tiempo descubrí que el sentimiento crea luz y que mi
fortuita devoción por la fruta ecológica residía principalmente en un brote de admiración,
pasión y ternura hacia Haitza; sus historias y su coherente forma de
interpretar la vida.
Haitza llama a Sébastien “
mon
père “ya que desde que se quedara
huérfana él ejerció de padre y madre para ella.
Éste no tardó en advertir la recíproca afinidad que nacía
entre ella y yo e hizo las veces necesarias de enlace entre ambos, incluso
organizaba excursiones a las que Haitza siempre estaba invitada. Con ella
llegué a un acuerdo para sobrevivir durante el tiempo que estuviese en el país
galo; regularmente me daría clases de francés y ampliaría conocimientos de marxismo
leninismo, yo a cambio conocería la permacultura colaborando en la huerta con los planteles, las
podas y llevaría en su pequeña y destartalada furgoneta la fruta hasta la
tienda. Con el tiempo, el estudio y algunas bière
à la pression la relación entre Haitza y yo fluyó como el rio Garona, nos
entendíamos hasta con la mirada.
Dicen que el tiempo pone a cada cual en su sitio, pero muchas
veces se equivoca cruelmente.
En mi caso, tampoco logré tocarlo, el sí lo hizo con
nosotros tres, él y la brisa sobre los viñedos bordaleses me empujaron y empujaron
tanto que me aparté de Sébastien y Haitza. Aunque para no perder contacto,
sucumbiéramos a las tecnologías; internet o telefonía pero muy a nuestro pesar
sí perdimos el contacto físico que es por el que nos acariciamos, abrazamos y
nos necesitamos las personas.
La estación de tren de Bordeaux queda algo lejos del casco
histórico de la ciudad pero con el Citroën Sapo de Sébastien hemos llegado casi
en un soplo hasta la tienda de frutas ecológicas de mi amiga Haitza que ya
estaba al corriente de mi llegada, al menos a mí se me ha hecho extremadamente
corto el trayecto. Un abrazo largo y tendido ha mitigado el tiempo que antaño
se interpuso entre nosotros. En el abrazo he notado que se mojaba ligeramente mi
cuello con sus lágrimas; —“¿has visto? la tienda de frutas ya no huele como
antes”—, me ha dicho con su peculiar mezcla de acentos.
Hace dos días un cortocircuito provocó un incendio y ahora se
ha ido al garete. Sébastien observa agarrado a su bastón e ironizando quita
hierro al asunto; —“compote de pommes”—
y nos reímos los tres.
Haitza ha hecho trueque en una tienda de ropa de segunda
mano, me ha regalado un pantalón y una cazadora de las que me gustan, tiene
capucha y abriga mucho, seguimos paseando bajo un frío sol primaveral y mientras
tomamos el té en una cafetería prometo a mis amigos volver a llenar de frutas y
verduras, aromas y colores la frutería ecológica de Haitza.
Ahora toca descansar, los días venideros serán duros pero
alegres y curraremos a todo gas. Ya es de noche y Sébastien ha sido el primero
en irse a la cama. A diferencia de ayer, hoy no escuchamos sus ronquidos, los imagino
y con cierta tristeza los recojo y para que quede constancia del sueño profundo
del que goza, los plasmo en este folio; Haitza y yo estamos en la planta
superior de su modesta casa y desde la ventana veo bajo un manto de estrellas los
tejados, una de esas estrellas ha recorrido fugazmente toda la parte izquierda
de mi campo visual y haciendo un giro inesperado se ha ido para siempre.
Haitza sube las escaleras, se acerca hasta la mesilla desde
la que, a la luz de una consumida vela, escribo y me observa, yo la miro está
seria pero le refiero el curioso trazo que ha hecho una estrella fugaz, sus
ojos me revelan un fatal desenlace;
—Esa estrella lleva el nombre
de Sébastien— me dice, mientras con su mano acaricia mi hombro.
Me quito las gafas, cierro los ojos y vuelvo a parar el
tiempo dejando escapar el aire entre mis labios.
Me froto la cara para corroborar al tiempo que durante unos
segundos he huido de él.
Como os iba diciendo, del casco viejo de Bordeaux me gusta
casi todo.