atrás
Guy Debord.
Atrás
quedó aquel tiempo de socialismo o barbarie,
sin
corregir, atrás; impoluto y entero.
¿Acaso
esperas a que el viento lo levante?
¿o
lo vas hacer tú?
(Manu
LF. “La salvia del árbol que no envejeció.”)
Atrás quedó su careto matutino
con sus legañas aferradas con fuerza a sus ojos como evitando caer a la inmensidad. Sus muecas sin sentido suplicándole inútilmente parar al tiempo, como una ola huérfana que sin
ojos se estrella irremediablemente contra las rocas.
Atrás quedó hasta su cuero
cabelludo. No podía evitarlo. Sus edades, todas atrás, ritmos vitales; reflejos
que le muestran la verdadera superficialidad de su ser, su oscuridad artificialmente
iluminada. Atrás llevaba su corazón, su luz, sus espinitas, sus caminares, sus
despertares, sus recuerdos y sus potingues.
Los ritmos biológicos se mostraban
en forma de envejecimiento producido por la simpleza del tiempo, el espontáneo
reflejo de los ritmos circadianos de un tiempo que tal vez no era el suyo.
Atrás estaba el objeto donde la
mayoría se hacen promesas que jamás cumplen.
Atrás quedó él, mostrando la
superficialidad tal y como la ven los demás; con frivolidad, imparcial u
honestidad, pero el tiempo no se puede ahorrar, él no perdona, no hay clemencia
en los relojes porque, aunque no tengan pila, para ellos el tiempo también
pasa.
Atrás no era su sitio pero ahí
estaban todas sus inseparables verdades, atrás, viajando con él.
Porque nuestro amigo se cansó de
los reflejos, de los recuerdos que muestran como fue y hastiado por los ecos del silencio, aquella
misma tarde se aburrió tanto de la superficial realidad que constantemente le mostraba
aquel objeto que, sin pensárselo dos veces más, cogió su coche y se dirigió al
lugar donde, por enésima vez, se paró el
infinito tiempo.
Y en el asiento trasero, llevaba consigo su tradicional espejo con marco de madera
dotado por la hermosura que le proporcionaban miles de agujeritos donde las Anobium punctatum habían permanecido
durante años alimentándose con naturalidad y soportando en silencio los ritmos
biológicos.
Él condujo por las calles de su
ciudad, escuchando “There Is A Light That Never Goes Out”.
Un cielo seminegro y aquella
melodía de los “Smiths“, acompañaron
a nuestro amigo hasta la tienda de
antigüedades donde el viejo espejo quedó empeñado por tres monedas y donde,
saliendo por la puerta, se juró a sí mismo no volver jamás a caer en las redes
de aquellos objetos.
Ya en su casa, sin espejo miró el
rodal dejado por éste en la pared y sentado en una silla, observaba las tres
monedas sobre su mano abierta mientras, añorando viejos recuerdos, se preguntaba a sí mismo una y mil veces si no
había vuelto a sucumbir a las viejas costumbres de un mundo material.
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