La cabaña por la que algún día todos pasaremos |
Lo último que recuerdo de aquel viaje
es un destartalado todoterreno azul alquilado días atrás en Guayaquil. Íbamos
Ernesto un chico ecuatoriano que hacía de guía, Paul, Lucía y yo. Habíamos
salido temprano, a las cuatro y media de la mañana, desde Moyobamba. Llevábamos
tres días en el Amazonas ecuatoriano y nos dirigíamos hasta la cueva de los
Tayos.
Mi memoria se para ahí.
Soledad.
Llueve y hace frío. A pesar de no tenerlas
todas conmigo no puedo sentir más alegría cuando a lo lejos vislumbro el
techado.
"Nadie tiene las letras
consigo", así reza un cartel escrito a brocha con tinta negra y un
fondo verde. Es la borda de madera de Paul. Pequeña y construida en la ladera
más umbría de un frondoso bosque. Llego a ella solo, recorriendo horas entre helechos,
arroyos y una embriagadora certeza de que estoy completamente perdido aun sin
estarlo. No me siento exhausto, ni mucho menos noto mis pies fríos a pesar del
tiempo que llevo caminando y tenerlos completamente empapados.
Observo de izquierda a derecha de
la borda unas malas hierbas. Trato de encontrar la vieja teja en la que Paul guardó
la llave.
–Hay mucha leña colocada
ordenadamente. Pues ahí, bajo una teja vieja dejo la llave–. Me dijo antes
de marchar.
Mi linterna no se ha mojado. Entro
y no sé si huele a humedad o al paso de un tiempo sin vida.
Abro los postigos de las seis
ventanas y se hace la nimia luz que ofrece esta desdeñosa tarde de nubes y
frío. También enciendo tres candiles. Una cama, chimenea, mesa una puerta y
poco más. Las paredes están decoradas con cuadros en tonos claros de acuarelas
que parecen garabatos. También hay chinchetas que soportan fotos en blanco y
negro y algunas en color estropeadas por el paso del tiempo. Reconozco a algunas
de las personas que salen en ellas, algunos se fueron para siempre, y recibo con
cierta claridad diferentes imágenes mías de otros tiempos. Todos nos hemos ido
para siempre de algún lugar e incluso de la mente de alguien. Asumámoslo.
Trato inútilmente de abrir esa
puerta que me llama mucho la atención, pero el marco está hinchado por la
humedad y está atrancada. No sé si debería hacer esto, pero consigo desatrancarla
haciendo palanca con la ayuda de un gran destornillador que hay sobre una pequeña
mesita que parece estar dispuesta allí para la ocasión. Es un pequeño cuarto
vacío, sin ventana, oscuro y con un espejo. Dentro huele a incienso, a iglesia
más bien. Escucho confusamente risas de chiquillos. Cierro la puerta y siento
que algo de mí se ha quedado allí dentro junto a aquellas risas pueriles. Es
todo tan extraño y sin embargo a cada momento tengo el presentimiento de que sé
todo lo que está por suceder. Es como si de una extraña intuición se tratase.
No tengo sed, pero escucho la
intensidad de la lluvia golpear sobre el techo y pienso en el agua. Algo me explicó
Paul, no debí prestarle la suficiente atención en ese momento. Dónde estará el
agua potable. Me llevo la mano a la frente, cierro los ojos, inflo mis mofletes
y dejo escapar lentamente el aire –que no siento– entre mis labios, froto mi
cara de arriba abajo. He soltado en voz baja un improperio, pero con una
sonrisa asumo mi sino sin agua.
Lo que parece una improvisada cocina
guarda, tras una larga cortina que hace de puerta, todo tipo de latas de
conservas: pescado, carne, pasta y verdura. Mucho café molido, aceite,
condimentos. Aquí hay menaje de cocina: una cazuela, dos sartenes, una
cafetera, un colador y algunos cubiertos. La chimenea tira muy bien y esto se
empieza a calentar. Perfecto. Improviso un tendedero con dos sillas cerca de la
chimenea y tiendo el saco y toda mi ropa mojada. No sé con qué fin hago esto.
Ya es de noche. Afuera llueve y se
oye algún que otro ruido que percibo con una extensa paz y tranquilidad. No
dejo de prestar atención a lo que parece una trampilla en el suelo mientras
avivo el fuego. Aquí dentro es todo tan excepcional que tengo ganas de quedarme
para siempre, no estar de paso.
Qué hostias. Es una trampilla.
Agachado y ayudado por la linterna sigo el perímetro y calculo que debe tener
casi medio metro cuadrado, pero no encuentro por dónde ni cómo se levanta.
No había reparado en mi tripa, es
extraño porque hace horas que no como nada, pero no tengo hambre. Aun así, abro
una lata de albóndigas, de las más grandes. Es de las comidas más asquerosas
que he visto nunca, pero las caliento a fuego y me las como todas. Si hubiese
tenido pan rebaño el bote. A pesar del acopio de albóndigas, siento mi cuerpo
como antes de comerlas, indiferente.
Es una extraña sensación de
autosuficiencia extrema la que siento, como de no concebir eso que llamamos
necesidades fisiológicas. En esta humilde cabaña se cumple en todo su esplendor
la jerárquica pirámide de Maslow. Sonrío.
Escucho un extraño ruido y giro la
cabeza.
La trampilla se ha abierto sola, me
esperaba algo más sutil. Permanece abierta formando un ángulo recto. Me acerco,
miro en su interior. Un libro. Qué bien, mi viaje continuará leyendo. Es de
color azabache, sin título alguno y está hecho de un material extraño, parece
cuero, tiene relieves, pero no distingo título, no tiene. A pesar de su
perfecto estado de conservación aparenta ser un libro muy antiguo. Tiene un
considerable grosor, pero sin embargo no pesa nada. Lo abro, cierro los ojos, huele
muy bien. Me ha gustado siempre olerlos. Me tumbo en la cama y comienzo la lectura.
Paul lo leyó antes que yo, estoy convencido. Y ahora después tocará leerlo a Lucía.
Sostengo el libro, miro de soslayo el fuego y a los pocos minutos ya estoy
durmiendo.
Es curioso. Estoy en un sueño, pero
con los ojos abiertos.
Me encuentro a los pies de lo que
parece la cama de un hospital. Tengo delante a Lucía. Está intubada y tiene la
cabeza completamente vendada, su cuerpo rodeado de cables da la sensación de
depender de esa desagradable máquina que tiene a su lado derecho y que reproduce
constantes pitidos. Nos miramos. Sí, nos estábamos esperando. Sonreímos y le
digo:
–Hay mucha leña colocada
ordenadamente. Pues ahí, bajo una teja vieja guardo la llave–.
Me mira con cara de sinceridad. También
le recuerdo que no debe preocuparse por el agua, no la va a necesitar. Pero
creo que en esto último ni siquiera me ha hecho caso. Estaba distraída por su
partida.
Y me voy. Esta vez para siempre,
ignífugo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario