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viernes, 3 de abril de 2020

La pirámide de Maslow


La cabaña por la que algún día todos pasaremos


Lo último que recuerdo de aquel viaje es un destartalado todoterreno azul alquilado días atrás en Guayaquil. Íbamos Ernesto un chico ecuatoriano que hacía de guía, Paul, Lucía y yo. Habíamos salido temprano, a las cuatro y media de la mañana, desde Moyobamba. Llevábamos tres días en el Amazonas ecuatoriano y nos dirigíamos hasta la cueva de los Tayos.
Mi memoria se para ahí.

Soledad.

Llueve y hace frío. A pesar de no tenerlas todas conmigo no puedo sentir más alegría cuando a lo lejos vislumbro el techado.

"Nadie tiene las letras consigo", así reza un cartel escrito a brocha con tinta negra y un fondo verde. Es la borda de madera de Paul. Pequeña y construida en la ladera más umbría de un frondoso bosque. Llego a ella solo, recorriendo horas entre helechos, arroyos y una embriagadora certeza de que estoy completamente perdido aun sin estarlo. No me siento exhausto, ni mucho menos noto mis pies fríos a pesar del tiempo que llevo caminando y tenerlos completamente empapados.
Observo de izquierda a derecha de la borda unas malas hierbas. Trato de encontrar la vieja teja en la que Paul guardó la llave. ­

–Hay mucha leña colocada ordenadamente. Pues ahí, bajo una teja vieja dejo la llave–. Me dijo antes de marchar.

Mi linterna no se ha mojado. Entro y no sé si huele a humedad o al paso de un tiempo sin vida.

Abro los postigos de las seis ventanas y se hace la nimia luz que ofrece esta desdeñosa tarde de nubes y frío. También enciendo tres candiles. Una cama, chimenea, mesa una puerta y poco más. Las paredes están decoradas con cuadros en tonos claros de acuarelas que parecen garabatos. También hay chinchetas que soportan fotos en blanco y negro y algunas en color estropeadas por el paso del tiempo. Reconozco a algunas de las personas que salen en ellas, algunos se fueron para siempre, y recibo con cierta claridad diferentes imágenes mías de otros tiempos. Todos nos hemos ido para siempre de algún lugar e incluso de la mente de alguien. Asumámoslo.
Trato inútilmente de abrir esa puerta que me llama mucho la atención, pero el marco está hinchado por la humedad y está atrancada. No sé si debería hacer esto, pero consigo desatrancarla haciendo palanca con la ayuda de un gran destornillador que hay sobre una pequeña mesita que parece estar dispuesta allí para la ocasión. Es un pequeño cuarto vacío, sin ventana, oscuro y con un espejo. Dentro huele a incienso, a iglesia más bien. Escucho confusamente risas de chiquillos. Cierro la puerta y siento que algo de mí se ha quedado allí dentro junto a aquellas risas pueriles. Es todo tan extraño y sin embargo a cada momento tengo el presentimiento de que sé todo lo que está por suceder. Es como si de una extraña intuición se tratase.

No tengo sed, pero escucho la intensidad de la lluvia golpear sobre el techo y pienso en el agua. Algo me explicó Paul, no debí prestarle la suficiente atención en ese momento. Dónde estará el agua potable. Me llevo la mano a la frente, cierro los ojos, inflo mis mofletes y dejo escapar lentamente el aire –que no siento– entre mis labios, froto mi cara de arriba abajo. He soltado en voz baja un improperio, pero con una sonrisa asumo mi sino sin agua.

Lo que parece una improvisada cocina guarda, tras una larga cortina que hace de puerta, todo tipo de latas de conservas: pescado, carne, pasta y verdura. Mucho café molido, aceite, condimentos. Aquí hay menaje de cocina: una cazuela, dos sartenes, una cafetera, un colador y algunos cubiertos. La chimenea tira muy bien y esto se empieza a calentar. Perfecto. Improviso un tendedero con dos sillas cerca de la chimenea y tiendo el saco y toda mi ropa mojada. No sé con qué fin hago esto.

Ya es de noche. Afuera llueve y se oye algún que otro ruido que percibo con una extensa paz y tranquilidad. No dejo de prestar atención a lo que parece una trampilla en el suelo mientras avivo el fuego. Aquí dentro es todo tan excepcional que tengo ganas de quedarme para siempre, no estar de paso.
Qué hostias. Es una trampilla. Agachado y ayudado por la linterna sigo el perímetro y calculo que debe tener casi medio metro cuadrado, pero no encuentro por dónde ni cómo se levanta.
No había reparado en mi tripa, es extraño porque hace horas que no como nada, pero no tengo hambre. Aun así, abro una lata de albóndigas, de las más grandes. Es de las comidas más asquerosas que he visto nunca, pero las caliento a fuego y me las como todas. Si hubiese tenido pan rebaño el bote. A pesar del acopio de albóndigas, siento mi cuerpo como antes de comerlas, indiferente.

Es una extraña sensación de autosuficiencia extrema la que siento, como de no concebir eso que llamamos necesidades fisiológicas. En esta humilde cabaña se cumple en todo su esplendor la jerárquica pirámide de Maslow. Sonrío.
Escucho un extraño ruido y giro la cabeza.
La trampilla se ha abierto sola, me esperaba algo más sutil. Permanece abierta formando un ángulo recto. Me acerco, miro en su interior. Un libro. Qué bien, mi viaje continuará leyendo. Es de color azabache, sin título alguno y está hecho de un material extraño, parece cuero, tiene relieves, pero no distingo título, no tiene. A pesar de su perfecto estado de conservación aparenta ser un libro muy antiguo. Tiene un considerable grosor, pero sin embargo no pesa nada. Lo abro, cierro los ojos, huele muy bien. Me ha gustado siempre olerlos. Me tumbo en la cama y comienzo la lectura. Paul lo leyó antes que yo, estoy convencido.  Y ahora después tocará leerlo a Lucía.

Sostengo el libro, miro de soslayo el fuego y a los pocos minutos ya estoy durmiendo.

Es curioso. Estoy en un sueño, pero con los ojos abiertos.

Me encuentro a los pies de lo que parece la cama de un hospital. Tengo delante a Lucía. Está intubada y tiene la cabeza completamente vendada, su cuerpo rodeado de cables da la sensación de depender de esa desagradable máquina que tiene a su lado derecho y que reproduce constantes pitidos. Nos miramos. Sí, nos estábamos esperando. Sonreímos y le digo:

–Hay mucha leña colocada ordenadamente. Pues ahí, bajo una teja vieja guardo la llave–.

Me mira con cara de sinceridad. También le recuerdo que no debe preocuparse por el agua, no la va a necesitar. Pero creo que en esto último ni siquiera me ha hecho caso. Estaba distraída por su partida.

Y me voy. Esta vez para siempre, ignífugo.


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